Disgustos
No tiene por qué gustarnos la navidad. Y cuando digo navidad me refiero al mes de diciembre luciendo los empastes de siempre: bombillas coloreadas, villancicos hipnóticos, anuncios de perfume, escalofriantes belenes mecanizados y pascueros con aires de planta carnívora. Lo cierto es que escucho cada vez con mayor frecuencia eso de ‘a mí ésta época del año me gusta bien poco; me trae a la memoria el recuerdo de los que ya no están con nosotros’.
La navidad parece haberse convertido en el periodo propicio para deshelar la parte de nuestro recuerdo, donde albergamos los nombres de los que ya se fueron. Y a mí eso no deja de resultarme inquietante. Es curioso que nos acordemos de nuestros ‘in memoriam’ cuando estamos trinchando el pavo, despedazando sin piedad un langostino o celebrando, con cotillón incluido, la llegada del año nuevo -salvo que a ellos les gustase especialmente el muslo de pavo, los langostinos y la serpentina, que no es difícil-. Es decir, por mucho que revuelvo en mi fuero interno, no encuentro dónde anida el resorte que dispara los índices de tristeza y compungimiento durante los días de navidad.
Me pregunto si será una cuestión de cultura arraigada en lo más profundo de nosotros mismos. Y la respuesta me asusta. Me pregunto por qué no escucho ese mismo desconsuelo cuando está a punto de llegar el verano, con el dedo gordo del pie metido ya en la piscina, con el rosco de Semana Santa a medio deglutir o en pleno atasco del puente de la Constitución. Con esto no quiero decir que no haya personas que no sientan desordenada y profundamente la pérdida de un ser querido durante todo el año. Sería una estupidez por mi parte. Pero sí creo que hay un sentimiento nostálgico, a veces excesivamente blando, ñoño y artificial, que ha colonizado con especial ahínco el mes de diciembre, olvidándose, con clara alevosía, de otras épocas del año que, por predisposición, quizá eran más aptas para la melancolía. Así que durante la navidad no es difícil escuchar frases como ‘Feliz Navidad’, ‘Feliz año nuevo’, ‘Me acuerdo de los que ya no están con nosotros’ y ‘Fún fún fún’. Y al final, todos ellas, impregnadas del cerumen del cliché, acaban significando lo mismo: nada.
Gustos
No tiene por qué disgustarnos la navidad. Y cuando digo navidad me refiero al mes de diciembre luciendo empastes nuevos: bufandas, dedos de cristal, cafés larguísimos, mensajes en el contestador, lluvia ácida y abrazos y abrigos. No es difícil toparte por la calle con quien acabarás en una cafetería hasta la hora de decidir si es momento de recogerse o de practicar algo más de navidad en cualquier otro lugar. Es fácil estar en la calle, a pesar del frío. Más fácil aún es que el frío te saque de la calle.
Este mes de diciembre, por ejemplo, ya me ha deparado algunas sorpresas bastante gratas. La primera tuve oportunidad de compartirla con cuantos pasaban por la calle. De un charco de paraguas naranjas, en diferentes puntos de nuestra ciudad, emergieron los ‘hombres y mujeres libro’, que recitaron de un forma sentida y natural poemas de Javier Egea, García Lorca, Machado, Ángel González, Gil de Biedma, Pedro Salinas y fragmentos de Julio Cortázar o Patrick Süskind. Resultaba altamente reconfortante y esperanzador asistir al efecto que causaba la poesía de viva voz en mitad de la calle: la mayoría de viandantes interrumpía su paso programado, los itinerarios sufrían un revés, el discurso requería la atención y el sosiego de un banco o de una pared contra la que apoyarse y algunos versos golpeaban tanto como acariciaban otros. Las luces de navidad desaparecieron. Se convirtieron en el fogonazo o la mancha difuminada propia del miope. Algo que más que luz es borrón, espectro o muesca en el paisaje urbano.
La segunda sorpresa fue la visita de Juan Bonilla con motivo de la celebración del día de la lectura en Andalucía. El autor de ‘Nadie conoce a nadie’ o de la reciente antología de cuentos con la portada más bonita del mundo, ‘Basado en hechos reales’ (Editorial Berenice), hizo un análisis agudísimo de la importancia de la lectura y planteó una serie de interrogantes que hicieron añicos la corrección política que siempre ha rodeado a la lectura. Insistió en la importancia de la calidad sobre la cantidad. No es tanto una cuestión de cuánto se lee, sino de qué se lee y hasta que profundidades se desentraña lo que se lee. Y se alejó del tópico que asegura que leer siempre es bueno. La intervención de Juan Bonilla fue perfilando un autentico canto a la lectura, distanciado de los clichés y las frases hechas que venimos leyendo y escuchando desde hace algún tiempo ya. Parece ser cierto lo que aseguraba Juan Bonilla: pocos lectores quedan ya que sean capaces de disfrutar del mimo y la dedicación obsesiva que ha dejado el escritor en cada una de sus páginas. Ahora todo tiene que ver con el ansia, la velocidad y la vista aérea. La escala minúscula parece ser materia de unos lectores en peligro de extinción.
Juan Manuel Gil
No tiene por qué gustarnos la navidad. Y cuando digo navidad me refiero al mes de diciembre luciendo los empastes de siempre: bombillas coloreadas, villancicos hipnóticos, anuncios de perfume, escalofriantes belenes mecanizados y pascueros con aires de planta carnívora. Lo cierto es que escucho cada vez con mayor frecuencia eso de ‘a mí ésta época del año me gusta bien poco; me trae a la memoria el recuerdo de los que ya no están con nosotros’.
La navidad parece haberse convertido en el periodo propicio para deshelar la parte de nuestro recuerdo, donde albergamos los nombres de los que ya se fueron. Y a mí eso no deja de resultarme inquietante. Es curioso que nos acordemos de nuestros ‘in memoriam’ cuando estamos trinchando el pavo, despedazando sin piedad un langostino o celebrando, con cotillón incluido, la llegada del año nuevo -salvo que a ellos les gustase especialmente el muslo de pavo, los langostinos y la serpentina, que no es difícil-. Es decir, por mucho que revuelvo en mi fuero interno, no encuentro dónde anida el resorte que dispara los índices de tristeza y compungimiento durante los días de navidad.
Me pregunto si será una cuestión de cultura arraigada en lo más profundo de nosotros mismos. Y la respuesta me asusta. Me pregunto por qué no escucho ese mismo desconsuelo cuando está a punto de llegar el verano, con el dedo gordo del pie metido ya en la piscina, con el rosco de Semana Santa a medio deglutir o en pleno atasco del puente de la Constitución. Con esto no quiero decir que no haya personas que no sientan desordenada y profundamente la pérdida de un ser querido durante todo el año. Sería una estupidez por mi parte. Pero sí creo que hay un sentimiento nostálgico, a veces excesivamente blando, ñoño y artificial, que ha colonizado con especial ahínco el mes de diciembre, olvidándose, con clara alevosía, de otras épocas del año que, por predisposición, quizá eran más aptas para la melancolía. Así que durante la navidad no es difícil escuchar frases como ‘Feliz Navidad’, ‘Feliz año nuevo’, ‘Me acuerdo de los que ya no están con nosotros’ y ‘Fún fún fún’. Y al final, todos ellas, impregnadas del cerumen del cliché, acaban significando lo mismo: nada.
Gustos
No tiene por qué disgustarnos la navidad. Y cuando digo navidad me refiero al mes de diciembre luciendo empastes nuevos: bufandas, dedos de cristal, cafés larguísimos, mensajes en el contestador, lluvia ácida y abrazos y abrigos. No es difícil toparte por la calle con quien acabarás en una cafetería hasta la hora de decidir si es momento de recogerse o de practicar algo más de navidad en cualquier otro lugar. Es fácil estar en la calle, a pesar del frío. Más fácil aún es que el frío te saque de la calle.
Este mes de diciembre, por ejemplo, ya me ha deparado algunas sorpresas bastante gratas. La primera tuve oportunidad de compartirla con cuantos pasaban por la calle. De un charco de paraguas naranjas, en diferentes puntos de nuestra ciudad, emergieron los ‘hombres y mujeres libro’, que recitaron de un forma sentida y natural poemas de Javier Egea, García Lorca, Machado, Ángel González, Gil de Biedma, Pedro Salinas y fragmentos de Julio Cortázar o Patrick Süskind. Resultaba altamente reconfortante y esperanzador asistir al efecto que causaba la poesía de viva voz en mitad de la calle: la mayoría de viandantes interrumpía su paso programado, los itinerarios sufrían un revés, el discurso requería la atención y el sosiego de un banco o de una pared contra la que apoyarse y algunos versos golpeaban tanto como acariciaban otros. Las luces de navidad desaparecieron. Se convirtieron en el fogonazo o la mancha difuminada propia del miope. Algo que más que luz es borrón, espectro o muesca en el paisaje urbano.
La segunda sorpresa fue la visita de Juan Bonilla con motivo de la celebración del día de la lectura en Andalucía. El autor de ‘Nadie conoce a nadie’ o de la reciente antología de cuentos con la portada más bonita del mundo, ‘Basado en hechos reales’ (Editorial Berenice), hizo un análisis agudísimo de la importancia de la lectura y planteó una serie de interrogantes que hicieron añicos la corrección política que siempre ha rodeado a la lectura. Insistió en la importancia de la calidad sobre la cantidad. No es tanto una cuestión de cuánto se lee, sino de qué se lee y hasta que profundidades se desentraña lo que se lee. Y se alejó del tópico que asegura que leer siempre es bueno. La intervención de Juan Bonilla fue perfilando un autentico canto a la lectura, distanciado de los clichés y las frases hechas que venimos leyendo y escuchando desde hace algún tiempo ya. Parece ser cierto lo que aseguraba Juan Bonilla: pocos lectores quedan ya que sean capaces de disfrutar del mimo y la dedicación obsesiva que ha dejado el escritor en cada una de sus páginas. Ahora todo tiene que ver con el ansia, la velocidad y la vista aérea. La escala minúscula parece ser materia de unos lectores en peligro de extinción.
Juan Manuel Gil