Paisaje futuro
No hace mucho, en esta misma sección, escribí un artículo sobre la fuerza magnética que las obras y excavaciones ejercen sobre nosotros. Lo hacía basándome en esas pequeñas escenas coloquiales del transeúnte detenido frente a una estructura de hormigón o el jubilado departiendo sobre esto y aquello con el encargado de obra. Postales bucólicas que cada vez son más habituales en las calles de nuestra ciudad. Sobre todo por el volumen de construcciones inmobiliarias con el que nos hemos acostumbrado a vivir. Tarde o temprano, todos hemos sentido la hipnótica atracción por las obras de cierta envergadura. Y si nos lo han permitido, hemos opinado allí mismo, a pie de andamio.
Yo, por azarosas decisiones políticas, estoy viviendo, desde hace algún tiempo ya, rodeado de estridentes excavadoras, tuberías descomunales, zanjas abisales, calles cortadas, zonas inundadas, desvíos improvisados, cortes de agua, socavones en el asfalto, vallas metálicas, prohibiciones de estacionar, prohibiciones de parar, prohibiciones de pasar y kilos y kilos de polvo en el corazón de la lavadora. Soy consciente de que llevo viviendo más de seis meses en un paisaje que podría pasar por el escenario de un tiempo futuro, de un tiempo tatuado por el efecto invernadero o el calentamiento global del planeta o la guerra de los mundos. Pero, paradojas de la realidad, simplemente se trata de una obra que pretende mejorar el aspecto de un barrio al que, dicho sea de paso, no le han prestado nunca demasiada atención.
El Alquián
Me estoy refiriendo a las obras del futuro bulevar de El Alquián. Por fin han decidido dotar a este barrio de una arteria principal con sus palmeras cocoteras, sus estacionamientos adoquinados, su asfalto de última generación y sus altas y espigadas farolas azul mediterráneo. De paso han aprovechado y también han actualizado la red de tuberías que circulaban bajo esa misma carretera. Aunque las malas lenguas dicen que es al revés: que lo que urgía era la renovación del sistema de aguas y que han engalanado el panorama con el bulevar. En cualquier caso, lo mismo da una cosa que otra.
Estoy convencido de que a la gran mayoría de los ciudadanos de este barrio, entre los que me incluyo, les parece una idea fabulosa que se lleven a cabo, por fin, unas mejoras de tal envergadura. También, porque procuramos no pecar de ingenuos, somos conscientes de que las molestias, las incomodidades, los imprevistos, en definitiva, ciertos perjuicios para el barrio, vayan aparejados con las obras. Sin embargo, esto no presupone que nuestra indulgencia sea ciega y absoluta. En mi caso particular, miro las obras con el rigor con que juzgo cualquier otra cosa que pueda menoscabar mi vida diaria y traspase las cargas previsibles. Y eso aquí está pasando.
Los servicios de transporte público incumplen diariamente sus horarios debido a una inadecuada planificación de la obra. A eso tenemos que sumarle señales provisionales de tráfico que se contradicen, atascos que han llegado a durar mas de cuarenta y cinco minutos, vehículos mal estacionados, socavones en el asfalto que pueden ocasionar accidentes (en la hemeroteca de La Voz se puede rastrear alguno), calles residenciales que pasan a hacer las funciones de una carretera nacional, tuberías subterráneas y pozos dañados por el trafico masivo y, lo más importante, el riesgo que entraña para los transeúntes que esa densidad de automóviles atraviese el barrio por la mitad y no haya autoridad policial que vigile la zona con especial atención.
Estaría bien que el alcalde, la próxima vez que venga a fotografiarse junto a las recién plantadas palmeras del bulevar (también se puede rastrear en hemeroteca) y a decirle a la prensa lo bien que progresan las obras, se pase por el interior del barrio y evalúe lo que en política llaman efectos colaterales. Entonces, debería garantizar que no se solucionarán, como se ha hecho en otras ocasiones, con remiendos y parches de hule, sino que todo quedará como a él le gustaría tener la puerta de casa. Porque no está para medias tintas un barrio que tiene en su patio trasero un aeropuerto que planea quedarse para siempre, un gasoducto que le ensartará un ojo a su playa y un saco reventado por años y años de olvido del Ayuntamiento que ahora él dirige.
Juan Manuel Gil
No hace mucho, en esta misma sección, escribí un artículo sobre la fuerza magnética que las obras y excavaciones ejercen sobre nosotros. Lo hacía basándome en esas pequeñas escenas coloquiales del transeúnte detenido frente a una estructura de hormigón o el jubilado departiendo sobre esto y aquello con el encargado de obra. Postales bucólicas que cada vez son más habituales en las calles de nuestra ciudad. Sobre todo por el volumen de construcciones inmobiliarias con el que nos hemos acostumbrado a vivir. Tarde o temprano, todos hemos sentido la hipnótica atracción por las obras de cierta envergadura. Y si nos lo han permitido, hemos opinado allí mismo, a pie de andamio.
Yo, por azarosas decisiones políticas, estoy viviendo, desde hace algún tiempo ya, rodeado de estridentes excavadoras, tuberías descomunales, zanjas abisales, calles cortadas, zonas inundadas, desvíos improvisados, cortes de agua, socavones en el asfalto, vallas metálicas, prohibiciones de estacionar, prohibiciones de parar, prohibiciones de pasar y kilos y kilos de polvo en el corazón de la lavadora. Soy consciente de que llevo viviendo más de seis meses en un paisaje que podría pasar por el escenario de un tiempo futuro, de un tiempo tatuado por el efecto invernadero o el calentamiento global del planeta o la guerra de los mundos. Pero, paradojas de la realidad, simplemente se trata de una obra que pretende mejorar el aspecto de un barrio al que, dicho sea de paso, no le han prestado nunca demasiada atención.
El Alquián
Me estoy refiriendo a las obras del futuro bulevar de El Alquián. Por fin han decidido dotar a este barrio de una arteria principal con sus palmeras cocoteras, sus estacionamientos adoquinados, su asfalto de última generación y sus altas y espigadas farolas azul mediterráneo. De paso han aprovechado y también han actualizado la red de tuberías que circulaban bajo esa misma carretera. Aunque las malas lenguas dicen que es al revés: que lo que urgía era la renovación del sistema de aguas y que han engalanado el panorama con el bulevar. En cualquier caso, lo mismo da una cosa que otra.
Estoy convencido de que a la gran mayoría de los ciudadanos de este barrio, entre los que me incluyo, les parece una idea fabulosa que se lleven a cabo, por fin, unas mejoras de tal envergadura. También, porque procuramos no pecar de ingenuos, somos conscientes de que las molestias, las incomodidades, los imprevistos, en definitiva, ciertos perjuicios para el barrio, vayan aparejados con las obras. Sin embargo, esto no presupone que nuestra indulgencia sea ciega y absoluta. En mi caso particular, miro las obras con el rigor con que juzgo cualquier otra cosa que pueda menoscabar mi vida diaria y traspase las cargas previsibles. Y eso aquí está pasando.
Los servicios de transporte público incumplen diariamente sus horarios debido a una inadecuada planificación de la obra. A eso tenemos que sumarle señales provisionales de tráfico que se contradicen, atascos que han llegado a durar mas de cuarenta y cinco minutos, vehículos mal estacionados, socavones en el asfalto que pueden ocasionar accidentes (en la hemeroteca de La Voz se puede rastrear alguno), calles residenciales que pasan a hacer las funciones de una carretera nacional, tuberías subterráneas y pozos dañados por el trafico masivo y, lo más importante, el riesgo que entraña para los transeúntes que esa densidad de automóviles atraviese el barrio por la mitad y no haya autoridad policial que vigile la zona con especial atención.
Estaría bien que el alcalde, la próxima vez que venga a fotografiarse junto a las recién plantadas palmeras del bulevar (también se puede rastrear en hemeroteca) y a decirle a la prensa lo bien que progresan las obras, se pase por el interior del barrio y evalúe lo que en política llaman efectos colaterales. Entonces, debería garantizar que no se solucionarán, como se ha hecho en otras ocasiones, con remiendos y parches de hule, sino que todo quedará como a él le gustaría tener la puerta de casa. Porque no está para medias tintas un barrio que tiene en su patio trasero un aeropuerto que planea quedarse para siempre, un gasoducto que le ensartará un ojo a su playa y un saco reventado por años y años de olvido del Ayuntamiento que ahora él dirige.
Juan Manuel Gil