domingo, diciembre 23, 2007

Que la suerte te acompañe

Mecanismo interno

No me ha tocado la lotería. Apenas unos euros para seguir pensando que la suerte aún no me ha dejado la raspa al aire. Y eso que, como todos los años desde hace más de cinco, compro números que son el resultado de concienzudas ecuaciones que amalgaman fechas, distancias, tallas y cifras presupuestarias. Lo hago así porque sigo creyendo -como muchísima gente- que detrás de los pequeños gestos, de las costumbres diarias, de la inercia de un ligero movimiento de cejas se agazapan algunas de las claves que se atreven con el azar. Observen el fenómeno. Cuando nos ocurre algo importante –para bien o para mal- solemos depositar muchísima responsabilidad en la buena o la mala suerte. Al menos en un primer momento. Después, con el fin de encontrar algo de alivio, si se trata de mala suerte, lo sistematizamos todo y preferimos acusarnos de torpes antes que de gafes.
Es cierto que podemos llegar a ser muy torpes. Y es cierto también que nuestra torpeza puede alcanzar cotas mucho más elevadas que nuestra mala suerte. Pero eso no puede ser óbice para extirparle la carga de responsabilidad al azar. Precisamente ese mismo azar que ahora se está gestando en cualquier punto de un camino por el que pasaremos embelesados y en el que nos asaltará con la elegancia de lo que no se hace sentir. Todos sabemos, por tanto, que el azar es un fenómeno explicable a posteriori, cuando ya han extraído la última bola del bombo, cuando los dados se han detenido o el coche ha arrollado a otro que no eras tú por apenas unos segundos. Sin embargo, nos empeñamos en desentrañar su mecanismo interno, y eso dice bastante de nosotros mismos.
Lo que está claro es que independientemente de cómo lo llamemos (azar, cadena de casualidades o efecto dominó), todas nuestras decisiones llevan aparejadas unas consecuencias difíciles de pronosticar. De este modo, un acto que en principio parece que solo atañe a su protagonista puede conllevar un episodio que otra persona adjudicará a la mala o buena suerte. Y así sucesivamente hasta caer abatidos por no sabemos bien qué. Para explicar de qué hablo, pongo un ejemplo real.

Nicolás Salmerón

El jueves pasado me confesó un amigo que él fue quien instauró hace ya bastantes años la costumbre de hacer botellón en el Parque Nicolás Salmerón. Me lo dijo como se dicen las cosas que provocan sentimientos contrarios. Por un lado se sentía en deuda con uno de los lugares de la ciudad que más ha sufrido la euforia de los pasados de rosca. Por otro, decepcionado porque nunca nadie le reconocerá el haber encontrado el lugar perfecto para la ceremonia etílica y social del fin de semana.
Me lo dijo así: ‘Conocí a una chica con cierto aspecto hippie y, en pleno cortejo inicial, pensé que llevarla al Parque Nicolás Salmerón a tomar algunas copas me supondría ganar algunos enteros. Flora y algo de fauna indeseada. Un lugar perfecto. Te aseguro que al principio allí no había nadie. Era tanta nuestra intimidad que daba miedo sentarse en sus bancos cuando llegaba la medianoche. Pero al cabo de un mes y medio, se fueron sumando personas. Incluso yo llegué a invitar a algunos amigos como si aquello fuese la casa de la sierra que nunca tuve. La cuestión es que no sé en qué momento la situación se me fue de las manos. La gente apareció y nosotros tuvimos que buscar intimidad en un portal tres calles más arriba’.
No le dije nada, salvo que nunca, ni siquiera bajo tortura, desvelaría su identidad. Después me quedé rumiando la historia y sentí cierto vértigo al enumerar las consecuencias que propiciaron aquellos primeros encuentros adolescentes entre mi amigo y su amiga hippie, la de veces que los responsables de limpieza en la ciudad habrán dicho entre dientes ‘qué mala suerte’, los metros de valla que tendrán que emplear ahora para cerrar todo el perímetro, las horas de insomnio de los vecinos y las noches de júbilo de los que estuvimos allí más de una vez. No creo que en mi vida yo decida algo con tantas y tan importantes consecuencias. Y como él, padezco la contrariedad de dos sentimientos: el qué mala suerte que no se me ocurrió a mí y el qué buena suerte que mi amigo tenga este tipo de ocurrencias románticas. Este artículo puede ser el primer paso hacia un homenaje por parte de toda una generación de almerienses.

Juan Manuel Gil

domingo, diciembre 09, 2007

La huella digital

Clasificaciones

Si algo aprendí de mi profesor de ciencias, el mismo que me suspendió la primera asignatura en mi vida y me llamó de usted hasta que cumplí la mayoría de edad, fue que una clasificación puede ser una forma muy divertida y efectiva –sólo a veces- de sistematizar el conocimiento del mundo. En sus clases siempre había un primer, un segundo y un tercer epígrafe; las rocas venían dispuestas con las letras del abecedario; y los músculos del cuerpo se agarraban a llaves y guiones, a índices y subíndices que se iban reproduciendo biológicamente.
Desde aquellos días –cuatro horas en semana durante dos cursos académicos- he arrastrado este sistema con cierta pesadumbre porque acabé estudiando letras puras. Y ahí, en tiempos –benditos sean- en que se impartían a la semana cuatro horas de lengua, cuatro de literatura y una o dos de comentario de texto, los esquemas anémicos, las estilizadas llaves y los apretados guiones no terminaban de estar bien vistos. Los profesores se empeñaban en que redactara, defenestrara las faltas de ortografía, puntuara con corrección, mejorara mi caligrafía e, incluso, algunos me exigían cierto estilo literario en los comentarios de texto. Eso, además de responder con acierto a lo que me preguntaban. Como deducirán, en su momento los maldije a todos. Hoy les pago un porcentaje de mis enclenques ingresos como escritor.
Fruto de mi época clasificadora suelo hacer de casi todo una tipología. A, b o c. Uno, dos y tres. Uno punto uno, uno punto dos y uno punto tres. Me da igual de lo que se trate. Y luego, como consecuencia de mi época renacentista, me esfuerzo en redactarlo con un mínimo de decencia. Más o menos para un siete en las clases de literatura latina de bachillerato. Pero, ¿qué ocurre cuando te enfrentas a algo que por inverosímil te resulta imposible clasificar? A) Recurres a aquel profesor de ciencias y te arriesgas a que vuelva a llamarte de usted. B) Obvias el conflicto planteado y traicionas las clases de ética que recibiste de aquel profesor moderno e interino que llamabas por su nombre de pila. C) Escribes un artículo en un intento de aliviar la consternación que te irrita el cielo de la boca.

IES Alhadra

A mediados de semana, abrí el periódico y me jodió el desayuno. Conecté la radio del coche y me jodió el cigüeñal y el ánimo. La noticia, efectivamente, era una de las inclasificables. O de las que casi no me atrevo a clasificar por miedo a que los daños cerebrales sean irreversibles. ‘Los profesores del Instituto Alhadra tendrán que fichar a través de un sistema de huella digital’. Ya saben. Ese aparato que cualquier casino de Las Vegas tiene a la entrada de su cámara acorazada para que George Clooney no le saque brillo en un descuido. Pues ese mismo aparato, pero taladrado en una de las paredes de la sala de profesores de un instituto.
Trabajé en el IES Alhadra durante dos años y tuve la suerte de formar parte de un excelente equipo de profesionales. Y esto que voy a decir a continuación lo puedo demostrar. 1. Su ciclo formativo de lenguaje de signos es todo un referente a nivel andaluz (rastreen en las hemerotecas). 2. Su departamento de filosofía enseña a alumnos y a profesores como yo a distinguir con nitidez la sibilina y bífida frontera entre la exposición y la imposición, a través de la primera, claro. 3. Allí supe que para ser un buen matemático primero se debe leer tanta poesía como se pueda. 4. En los ciclos formativos, los profesores han preparado el aterrizaje en el mundo laboral de muchísimos jóvenes. 5. En mi esquizofrenia diaria, la parte buena que pueda tener de profesor –si es que llegué a agarrarla- se la debo a Antonio Reina, el que sigue siendo el jefe del departamento de lengua que durante años y años formó lectores –algo que ahora se busca con desesperación-. 6. A pesar de los numerosos problemas que viene sufriendo la enseñanza en los últimos tiempos, la mayor parte del claustro procura adaptarse con profesionalidad a los veloces cambios -con los recursos de los que dispone-. 7. Mientras trabajé allí, el departamento de orientación hizo una tarea que algún día alguien tendrá que reconocer. 8. Todos los méritos de este instituto se deben exclusivamente, a mi juicio, a los profesores que suben la escalera, se meten en el aula y procuran transmitir conocimientos a los alumnos, porque de forma telepática es imposible. 9. El esfuerzo de los alumnos es parte indispensable de ese éxito.
Claro que tienen puntos débiles. Como en casi todos los trabajos. Y quizá no me corresponda a mí recordar la profesionalidad que despliega de lunes a viernes la mayoría de estos profesores en sus respectivos puestos (cosa que nadie mencionó en la entrevista que anunciaba la llegada de la tecnología punta al instituto). Quizá les corresponda recordarlo a aquellos que decidieron invertir 4000 euros en un sistema innecesario, desmedido y efectista. Eso pienso yo. Porque medios para controlar el cumplimiento de los profesores en el trabajo ya existen. De hecho se aplican y con bastante éxito en otros institutos. Y presentar a bombo y platillo la imposición de este cacharro, y no los logros de los equipos educativos, puede hacer pensar que los profesores duermen hasta las diez y media y almuerzan a la una de la tarde, porque se escaquean y hay que llevarlos al minuto.
¿Habrá carencias en las que invertir esos 4000 euros? A mí se me ocurren unas cuantas. Y estoy convencido de que al claustro del IES Alhadra muchas más. Pregúntenle.

Juan Manuel Gil