Mecanismo interno
No me ha tocado la lotería. Apenas unos euros para seguir pensando que la suerte aún no me ha dejado la raspa al aire. Y eso que, como todos los años desde hace más de cinco, compro números que son el resultado de concienzudas ecuaciones que amalgaman fechas, distancias, tallas y cifras presupuestarias. Lo hago así porque sigo creyendo -como muchísima gente- que detrás de los pequeños gestos, de las costumbres diarias, de la inercia de un ligero movimiento de cejas se agazapan algunas de las claves que se atreven con el azar. Observen el fenómeno. Cuando nos ocurre algo importante –para bien o para mal- solemos depositar muchísima responsabilidad en la buena o la mala suerte. Al menos en un primer momento. Después, con el fin de encontrar algo de alivio, si se trata de mala suerte, lo sistematizamos todo y preferimos acusarnos de torpes antes que de gafes.
Es cierto que podemos llegar a ser muy torpes. Y es cierto también que nuestra torpeza puede alcanzar cotas mucho más elevadas que nuestra mala suerte. Pero eso no puede ser óbice para extirparle la carga de responsabilidad al azar. Precisamente ese mismo azar que ahora se está gestando en cualquier punto de un camino por el que pasaremos embelesados y en el que nos asaltará con la elegancia de lo que no se hace sentir. Todos sabemos, por tanto, que el azar es un fenómeno explicable a posteriori, cuando ya han extraído la última bola del bombo, cuando los dados se han detenido o el coche ha arrollado a otro que no eras tú por apenas unos segundos. Sin embargo, nos empeñamos en desentrañar su mecanismo interno, y eso dice bastante de nosotros mismos.
Lo que está claro es que independientemente de cómo lo llamemos (azar, cadena de casualidades o efecto dominó), todas nuestras decisiones llevan aparejadas unas consecuencias difíciles de pronosticar. De este modo, un acto que en principio parece que solo atañe a su protagonista puede conllevar un episodio que otra persona adjudicará a la mala o buena suerte. Y así sucesivamente hasta caer abatidos por no sabemos bien qué. Para explicar de qué hablo, pongo un ejemplo real.
Nicolás Salmerón
El jueves pasado me confesó un amigo que él fue quien instauró hace ya bastantes años la costumbre de hacer botellón en el Parque Nicolás Salmerón. Me lo dijo como se dicen las cosas que provocan sentimientos contrarios. Por un lado se sentía en deuda con uno de los lugares de la ciudad que más ha sufrido la euforia de los pasados de rosca. Por otro, decepcionado porque nunca nadie le reconocerá el haber encontrado el lugar perfecto para la ceremonia etílica y social del fin de semana.
Me lo dijo así: ‘Conocí a una chica con cierto aspecto hippie y, en pleno cortejo inicial, pensé que llevarla al Parque Nicolás Salmerón a tomar algunas copas me supondría ganar algunos enteros. Flora y algo de fauna indeseada. Un lugar perfecto. Te aseguro que al principio allí no había nadie. Era tanta nuestra intimidad que daba miedo sentarse en sus bancos cuando llegaba la medianoche. Pero al cabo de un mes y medio, se fueron sumando personas. Incluso yo llegué a invitar a algunos amigos como si aquello fuese la casa de la sierra que nunca tuve. La cuestión es que no sé en qué momento la situación se me fue de las manos. La gente apareció y nosotros tuvimos que buscar intimidad en un portal tres calles más arriba’.
No le dije nada, salvo que nunca, ni siquiera bajo tortura, desvelaría su identidad. Después me quedé rumiando la historia y sentí cierto vértigo al enumerar las consecuencias que propiciaron aquellos primeros encuentros adolescentes entre mi amigo y su amiga hippie, la de veces que los responsables de limpieza en la ciudad habrán dicho entre dientes ‘qué mala suerte’, los metros de valla que tendrán que emplear ahora para cerrar todo el perímetro, las horas de insomnio de los vecinos y las noches de júbilo de los que estuvimos allí más de una vez. No creo que en mi vida yo decida algo con tantas y tan importantes consecuencias. Y como él, padezco la contrariedad de dos sentimientos: el qué mala suerte que no se me ocurrió a mí y el qué buena suerte que mi amigo tenga este tipo de ocurrencias románticas. Este artículo puede ser el primer paso hacia un homenaje por parte de toda una generación de almerienses.
Juan Manuel Gil
No me ha tocado la lotería. Apenas unos euros para seguir pensando que la suerte aún no me ha dejado la raspa al aire. Y eso que, como todos los años desde hace más de cinco, compro números que son el resultado de concienzudas ecuaciones que amalgaman fechas, distancias, tallas y cifras presupuestarias. Lo hago así porque sigo creyendo -como muchísima gente- que detrás de los pequeños gestos, de las costumbres diarias, de la inercia de un ligero movimiento de cejas se agazapan algunas de las claves que se atreven con el azar. Observen el fenómeno. Cuando nos ocurre algo importante –para bien o para mal- solemos depositar muchísima responsabilidad en la buena o la mala suerte. Al menos en un primer momento. Después, con el fin de encontrar algo de alivio, si se trata de mala suerte, lo sistematizamos todo y preferimos acusarnos de torpes antes que de gafes.
Es cierto que podemos llegar a ser muy torpes. Y es cierto también que nuestra torpeza puede alcanzar cotas mucho más elevadas que nuestra mala suerte. Pero eso no puede ser óbice para extirparle la carga de responsabilidad al azar. Precisamente ese mismo azar que ahora se está gestando en cualquier punto de un camino por el que pasaremos embelesados y en el que nos asaltará con la elegancia de lo que no se hace sentir. Todos sabemos, por tanto, que el azar es un fenómeno explicable a posteriori, cuando ya han extraído la última bola del bombo, cuando los dados se han detenido o el coche ha arrollado a otro que no eras tú por apenas unos segundos. Sin embargo, nos empeñamos en desentrañar su mecanismo interno, y eso dice bastante de nosotros mismos.
Lo que está claro es que independientemente de cómo lo llamemos (azar, cadena de casualidades o efecto dominó), todas nuestras decisiones llevan aparejadas unas consecuencias difíciles de pronosticar. De este modo, un acto que en principio parece que solo atañe a su protagonista puede conllevar un episodio que otra persona adjudicará a la mala o buena suerte. Y así sucesivamente hasta caer abatidos por no sabemos bien qué. Para explicar de qué hablo, pongo un ejemplo real.
Nicolás Salmerón
El jueves pasado me confesó un amigo que él fue quien instauró hace ya bastantes años la costumbre de hacer botellón en el Parque Nicolás Salmerón. Me lo dijo como se dicen las cosas que provocan sentimientos contrarios. Por un lado se sentía en deuda con uno de los lugares de la ciudad que más ha sufrido la euforia de los pasados de rosca. Por otro, decepcionado porque nunca nadie le reconocerá el haber encontrado el lugar perfecto para la ceremonia etílica y social del fin de semana.
Me lo dijo así: ‘Conocí a una chica con cierto aspecto hippie y, en pleno cortejo inicial, pensé que llevarla al Parque Nicolás Salmerón a tomar algunas copas me supondría ganar algunos enteros. Flora y algo de fauna indeseada. Un lugar perfecto. Te aseguro que al principio allí no había nadie. Era tanta nuestra intimidad que daba miedo sentarse en sus bancos cuando llegaba la medianoche. Pero al cabo de un mes y medio, se fueron sumando personas. Incluso yo llegué a invitar a algunos amigos como si aquello fuese la casa de la sierra que nunca tuve. La cuestión es que no sé en qué momento la situación se me fue de las manos. La gente apareció y nosotros tuvimos que buscar intimidad en un portal tres calles más arriba’.
No le dije nada, salvo que nunca, ni siquiera bajo tortura, desvelaría su identidad. Después me quedé rumiando la historia y sentí cierto vértigo al enumerar las consecuencias que propiciaron aquellos primeros encuentros adolescentes entre mi amigo y su amiga hippie, la de veces que los responsables de limpieza en la ciudad habrán dicho entre dientes ‘qué mala suerte’, los metros de valla que tendrán que emplear ahora para cerrar todo el perímetro, las horas de insomnio de los vecinos y las noches de júbilo de los que estuvimos allí más de una vez. No creo que en mi vida yo decida algo con tantas y tan importantes consecuencias. Y como él, padezco la contrariedad de dos sentimientos: el qué mala suerte que no se me ocurrió a mí y el qué buena suerte que mi amigo tenga este tipo de ocurrencias románticas. Este artículo puede ser el primer paso hacia un homenaje por parte de toda una generación de almerienses.
Juan Manuel Gil
10 comentarios:
Soy partidario de homenajear a quien inauguró ese parque. Me sumo. Dónde y cuándo. El cómo está claro: volvemos a aquellos bancos con las bosas atestadas de refrescos.
Al leer tu texto me he acordado de ese cuento de Borges, La lotería en Babilonia:
"Los agraciados recibían, sin otra corroboración del azar, monedas acuñadas de plata. El procedimiento era elemental, como ven ustedes.
Naturalmente, esas "loterías" fracasaron. Su virtud moral era nula. No se dirigían a todas las facultades del hombre: únicamente a su esperanza. Ante la indiferencia pública, los mercaderes que fundaron esas loterías venales comenzaron a perder el dinero. Alguien ensayó una reforma: la interpolación de unas pocas suertes adversas en el censo de números favorables."
(Borges, Obras completas, tomo 1, pp. 456-457)
¿Conoces al fundador de los botellones en el parque? Vaya, qué historia. Ahora eres todavía más importante... Y yo que me pensaba especial porque conocía a las camareras del Tormenta...
Pero ya no se puede hacer botellón en el parque, ¿no? Estas son preguntas de tener ya una edad.
Sigo buscando pistas cifradas para descubrir la identidad mítica.
Feliz navidad.
sí, conocía el cuento de borges. una vez hice varias copias y lo fui olvidando en diferetntes puntos de la facultad. alguien los cogería, digo yo. y también sí, conozco al fundador de los botellones del nicolás salmerón. es más, he reunido algunos testimonios que así lo confirman. por si algún día tengo que demostrarlo. en mi lecho de muerte, claro. le prometí el anonimato.
No nos hacen más importantes ni los títulos académicos, ni los premios literarios, ni siquiera las amistades importantes. Tampoco no tenerlos nos la quita.
Lo que nos hace importantes en la vida es saber valorar la genialidad de algunas anécdotas curiosas, los destellos de ciertas casualidades, el lado oscuro y morboso de muchas cosas mezquinas.
Y si por algo leo semanalmente esta columna es porque lo trivial, lo cotidiano y a veces hasta lo doméstico cobran categoría de fogonazo deslumbrante e insólito.
La vida se hace importante.
Posiblemente sea cierto que conocer al inventor del botellón no es nada del otro mundo, pero sin duda codearse con las camareras del Tormenta, sí. Querría conocerlas.
muchísimas gracias, niño festivo. tus palabras, a estas horas de la mañana, son un gran desyuno continental. así da gusto, oye. el sr.curri te podrá dar pistas de cómo dar con el paradero de la camareras del tormenta. si no prometió, como yo, el anonimato, claro. creo que estas camareras alguna vez hcieron botellón en el parque.así que no creo que anden lejos de esta casa.
juanma! perticipa esta vez en
www.elbotedecolon.blogspot.com
!!!
un besote
La suerte... lo mas normal es que de la espalda, y como afirma la ley de murphy cuando las cosas van mal... pueden ir peor, de echo, viajé a Sevilla para ver el Betis - Almería (no hace falta recordar la actuación del arbitro, de la afición bética dentro del estadio, ni mucho menos el resultado). Pues bien, el día 22, cuando piensas que el viaje quedó atrás... un servidor se pone a revisar las fotos... y recuerda, que en la entrada del campo, le ofrecieron loteria... hace zoom y comprueba si el número que le ofrecían y que NO compró tiene numero, por curiosedad... y como es evidente... la mala suerte se cebó y daba 6€ por cada 1€ jugado...
Damián
odiamos la suerte y aún más el destino.
pero nos encanta hablar de botellones porque a mi hermano (que tiene 14 años) le suena ya como algo lejano...
No conocía este blog. Es muy interesante, tanto en la forma como en el fondo. Feliz año.
Una prueba de que te visito y leo a menudo, Juan Manuel, aunque calle casi siempre:
Vuestras favoritas del 2007
"Suerte", un abrazo y feliz entrada de año.
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