Está en la habitación de los libros. Atado de pies y manos y con una buena mordaza de trapo grueso. A primera vista pudiera parecer algo adormecido, pero quiero dejar claro que yo no le he suministrado sedante alguno. Quizá se trate del trastorno y el sopor propios de este tipo de refriegas. No lo sé. O del miedo. Porque yo también lo tendría. Pero que conste que no ha habido narcóticos de por medio: no tengo nada de eso en mi cajón de las medicinas. Además, no me alegro de que todo esto haya desembocado en una situación tan comprometida, ni creo que ustedes vayan a aprobar mi comportamiento. Me conformo con que al menos reconozcan que lo Altamente Improbable también ocurre, forma parte de nuestras vidas y que, antes de que tenga lugar, muy difícilmente uno es capaz de pronosticarlo. Partiendo de ese hecho, estoy dispuesto a firmar mi confesión.
Confieso que he secuestrado a un hombre. Lo tengo atado y amordazado en la habitación de los libros. Y poco es para lo que verdaderamente se merece. Al principio, yo esperaba sentado en la fila dieciséis y él en la fila quince de la sala cuatro de esos cines que tenéis en mente. Todo estaba oscuro, así que ni sospechaba la cara de capullo de la que era poseedor. Sí puedo decir, en cambio, que dejaba muy claro cuál era el lugar preciso que ocupaba en este mundo: chascarrillos en las escenas trascendentales, confidencias salivosas al oído de su acompañante y comentarios cinéfilos a la altura de un tertuliano de Garci: “¡Chiquillo, no abras esa puerta!” o “Los regalices lo tenías tú, ¿no?”. En mi defensa diré que siempre me he considerado una persona paciente y comprensiva con la estupidez rechoncha de quienes suelen hablar en el cine. Pero su obligación era tener el móvil en silencio y, por supuesto, no atender bajo ningún concepto esa llamada en mitad de la sala. Ni siquiera simulando una afonía. Cómo cojones hay que explicarle a esta gente que en el cine no se atienden llamadas. ¿Tan difícil es asumir que no se trata del salón de su casa? Individuos como el que tengo en la habitación me sacan de quicio. Terminan buscándonos problemas. Yo digo que desencadenan en mi vida –quizá también en la tuya- episodios Altamente Improbables. Os juro que hasta que no iba de camino a casa con el tipo metido en el maletero no he sido consciente de que algo así estaba ocurriendo. Como tantas otras veces, claro.