domingo, septiembre 23, 2007

La última lluvia

La teoría

El viernes, en el momento más álgido de la extraordinaria tormenta, pensé que el planeta había decidido empezar de nuevo; ya saben, borrón y cuenta nueva. Sé que esto que escribo puede resultar un pelín catastrofista e inconsolable, pero la impresión que tuve fue más o menos ésta: si hace millones de años el origen de la vida tuvo lugar en el agua, ahora llegaba el momento de ponerle fin, en una especie de guiño socarrón y poético de la tierra, con una tromba de agua que duraría siete días y siete noches.
Mientras perfilaba superficialmente esta apocalíptica teoría, conducía mi coche a 20 km/h por una carretera cuya cuneta había resistido diez minutos antes de ser desbordada por la intensa lluvia. El conductor del coche que iba delante de mí hablaba por el teléfono móvil, y parecía lógico pensar que estuviera despidiéndose de su familia o del presidente de su empresa. El conductor de atrás, en un acto de rebeldía estúpida y torera, había bajado por completo la ventanilla y podía verle asomar el antebrazo al exterior.
En ese momento tuve claro que el peligro nunca es percibido de igual manera por las personas y animales. Lo que para uno es jugarse el pellejo y la tapicería del coche, para otro es el momento idóneo de sacar a relucir un flamante reloj ligero, elegante y resistente a la lluvia del fin de lo días. La razón de que esto sea así resulta difícil de precisar. Imagino, y quizá sea demasiado imaginar, que depende de pequeños factores que acaban por determinar en cierta medida nuestras reacciones. No es lo mismo, y en esto creo que estaremos de acuerdo, conducir un viernes, escuchando un cedé de música brasileña y con un cheque nominativo en el bolsillo de la camisa, que ir en el coche de vuelta del trabajo, escuchando la COPE, a final de mes. Parece claro que una opción invita más que otra al apocalipsis inmediato.
La cuestión es que, aunque mi teoría no era nada desdeñable en aquellas circunstancias meteorológicas extremas, no terminó por fraguarse del todo. Lo demuestra, entre otras cosas, que yo he tenido la oportunidad de escribir este artículo y usted de abrir el periódico. Pero, ¿qué habría ocurrido si mi funesto augurio se hubiera hecho realidad?

El augurio

Al octavo día el sol deshizo las nubes. El agua cubrió prácticamente el 70% del la superficie continental y la población mundial se redujo algo más de dos tercios. España fue uno de los países peor parados. Apenas se mantuvo a flote Cataluña –que precisamente se quejaba de la baja inversión en infraestructuras- y Teruel –ciudad de la que no se acordó la lluvia-. Hubo tiempo de sacar una última edición, durante el segundo día del aguacero, de los periódicos más osados. Se pudo leer que España se inundaba sin que Rajoy hubiera franqueado la puerta de La Moncloa y una frase de Zaplana, ‘La España de Zapatero hace aguas’, contrarrestada por Rubalcaba con un ‘Eso es mentira, eso es sencillamente papel mojado’.
En aquellas condiciones, hubo quienes se preguntaron si aquella desgracia supondría una subida inminente del Euribor. Y, aunque Solbes era muy dado a irrumpir con su ‘momento de incertidumbre y confusión’, no dijo absolutamente nada; algo que agradeció con mucho entusiasmo Zapatero y Chaves, refugiados en algún punto de la sierra de Jaén.
Aquellas aguas detuvieron el funcionamiento del mundo. Menchov no pudo coronarse finalmente ganador de La Vuelta a España; no fue posible ver cómo la selección española de fútbol caía antes de llegar a la fase final de la Eurocopa; Alonso siguió siendo bicampeón del mundo a dos puntos de Hamilton; y el equipo dirigido magistralmente por Unai Emery se quedó para siempre en la primera división, categoría de la que nunca debió salir. Aquellas aguas, repito, detuvieron el funcionamiento del mundo. Y aun así, en el cuarto día de aguacero, lunes, me llamaron desde el trabajo. Que si no tenía pensado ir esa mañana, me preguntaron.

Juan Manuel Gil