miércoles, septiembre 26, 2012

Hipstamatic - Ejercicio de redacción


Uno no puede dejar pasar septiembre sin haber escrito su clásica redacción. Ya saben. Esa que te pedía el maestro de lengua castellana y literatura y que te colocaba frente al espejo de tu mediocridad estival. El epígrafe solía decir más o menos así: Escribe una redacción en la que cuentes algún episodio interesante que hayas vivido este verano. Cuida la caligrafía. Presta atención a la ortografía. No olvides que existen los signos de puntuación. Ahí es nada. Moco de pavo. Era terminar de copiar el enunciado en mi cuaderno de doble raya y sentía cómo el sintagma episodio interesante empezaba a fermentar entre mis hemisferios cerebrales. Y me explico. Por entonces, yo entendía que mis veranos no eran muy de episodios interesantes. Ni siquiera de episodios a secas. A mi juicio, mis meses de julio y agosto estaban formados por una sucesión de algaradas sin orden ni concierto que, en muchos casos,  transitaban por las costuras de la ley del menor. ¿Y qué consideraba yo episodios interesantes? Pues lo que otros –pocos, todo sea dicho- leían de pie y en voz alta en mitad de clase: un viaje a un pueblo perdido en mitad de la serranía, la visita inesperada de unas primas exóticas, la experiencia de subir en un avión por primera vez o irse de campamento junto a otros amigos, por poner algunos ejemplos. Esos sí eran episodios interesantes. Lo nuestro era más una cuestión de hacerles la vida imposible a los gatos del barrio, sacrificar animales escamosos que entendíamos perjudiciales para nuestra sociedad, introducir petardos en rendijas, envases y buzones, arrojar fruta blanduja desde azoteas estratégicas y algunas otras actuaciones que no confieso por temor a que no hayan prescrito. Así que siempre que llegaba septiembre y el maestro de lengua pedía aquella redacción basada en hechos veraniegos y, además, interesantes, le sacaba punta al lápiz y mentía como un rufián. En aquellos ejercicios sobre veranos ficticios, estuve visitando la ciudad francesa en la que trabajó mi padre durante sus años mozos, alquilamos una casa en la ciudad natal de mi madre para pasar un par de semanas del mes de agosto, hice excursiones por pueblos que me resultaban fáciles de escribir y me regalaban bicicletas a diestro y siniestro. El maestro nunca me dijo nada sobre aquellas redacciones. Intuyo que a él lo que le importaba era lo otro: la caligrafía, la ortografía y no olvidar que existen los signos de puntuación. Por entonces, lo que nadie sospechaba era que algún día me dedicaría a escribir mentiras como un rufián. Mentiras muy parecidas a ésta.