domingo, diciembre 23, 2007

Que la suerte te acompañe

Mecanismo interno

No me ha tocado la lotería. Apenas unos euros para seguir pensando que la suerte aún no me ha dejado la raspa al aire. Y eso que, como todos los años desde hace más de cinco, compro números que son el resultado de concienzudas ecuaciones que amalgaman fechas, distancias, tallas y cifras presupuestarias. Lo hago así porque sigo creyendo -como muchísima gente- que detrás de los pequeños gestos, de las costumbres diarias, de la inercia de un ligero movimiento de cejas se agazapan algunas de las claves que se atreven con el azar. Observen el fenómeno. Cuando nos ocurre algo importante –para bien o para mal- solemos depositar muchísima responsabilidad en la buena o la mala suerte. Al menos en un primer momento. Después, con el fin de encontrar algo de alivio, si se trata de mala suerte, lo sistematizamos todo y preferimos acusarnos de torpes antes que de gafes.
Es cierto que podemos llegar a ser muy torpes. Y es cierto también que nuestra torpeza puede alcanzar cotas mucho más elevadas que nuestra mala suerte. Pero eso no puede ser óbice para extirparle la carga de responsabilidad al azar. Precisamente ese mismo azar que ahora se está gestando en cualquier punto de un camino por el que pasaremos embelesados y en el que nos asaltará con la elegancia de lo que no se hace sentir. Todos sabemos, por tanto, que el azar es un fenómeno explicable a posteriori, cuando ya han extraído la última bola del bombo, cuando los dados se han detenido o el coche ha arrollado a otro que no eras tú por apenas unos segundos. Sin embargo, nos empeñamos en desentrañar su mecanismo interno, y eso dice bastante de nosotros mismos.
Lo que está claro es que independientemente de cómo lo llamemos (azar, cadena de casualidades o efecto dominó), todas nuestras decisiones llevan aparejadas unas consecuencias difíciles de pronosticar. De este modo, un acto que en principio parece que solo atañe a su protagonista puede conllevar un episodio que otra persona adjudicará a la mala o buena suerte. Y así sucesivamente hasta caer abatidos por no sabemos bien qué. Para explicar de qué hablo, pongo un ejemplo real.

Nicolás Salmerón

El jueves pasado me confesó un amigo que él fue quien instauró hace ya bastantes años la costumbre de hacer botellón en el Parque Nicolás Salmerón. Me lo dijo como se dicen las cosas que provocan sentimientos contrarios. Por un lado se sentía en deuda con uno de los lugares de la ciudad que más ha sufrido la euforia de los pasados de rosca. Por otro, decepcionado porque nunca nadie le reconocerá el haber encontrado el lugar perfecto para la ceremonia etílica y social del fin de semana.
Me lo dijo así: ‘Conocí a una chica con cierto aspecto hippie y, en pleno cortejo inicial, pensé que llevarla al Parque Nicolás Salmerón a tomar algunas copas me supondría ganar algunos enteros. Flora y algo de fauna indeseada. Un lugar perfecto. Te aseguro que al principio allí no había nadie. Era tanta nuestra intimidad que daba miedo sentarse en sus bancos cuando llegaba la medianoche. Pero al cabo de un mes y medio, se fueron sumando personas. Incluso yo llegué a invitar a algunos amigos como si aquello fuese la casa de la sierra que nunca tuve. La cuestión es que no sé en qué momento la situación se me fue de las manos. La gente apareció y nosotros tuvimos que buscar intimidad en un portal tres calles más arriba’.
No le dije nada, salvo que nunca, ni siquiera bajo tortura, desvelaría su identidad. Después me quedé rumiando la historia y sentí cierto vértigo al enumerar las consecuencias que propiciaron aquellos primeros encuentros adolescentes entre mi amigo y su amiga hippie, la de veces que los responsables de limpieza en la ciudad habrán dicho entre dientes ‘qué mala suerte’, los metros de valla que tendrán que emplear ahora para cerrar todo el perímetro, las horas de insomnio de los vecinos y las noches de júbilo de los que estuvimos allí más de una vez. No creo que en mi vida yo decida algo con tantas y tan importantes consecuencias. Y como él, padezco la contrariedad de dos sentimientos: el qué mala suerte que no se me ocurrió a mí y el qué buena suerte que mi amigo tenga este tipo de ocurrencias románticas. Este artículo puede ser el primer paso hacia un homenaje por parte de toda una generación de almerienses.

Juan Manuel Gil

domingo, diciembre 09, 2007

La huella digital

Clasificaciones

Si algo aprendí de mi profesor de ciencias, el mismo que me suspendió la primera asignatura en mi vida y me llamó de usted hasta que cumplí la mayoría de edad, fue que una clasificación puede ser una forma muy divertida y efectiva –sólo a veces- de sistematizar el conocimiento del mundo. En sus clases siempre había un primer, un segundo y un tercer epígrafe; las rocas venían dispuestas con las letras del abecedario; y los músculos del cuerpo se agarraban a llaves y guiones, a índices y subíndices que se iban reproduciendo biológicamente.
Desde aquellos días –cuatro horas en semana durante dos cursos académicos- he arrastrado este sistema con cierta pesadumbre porque acabé estudiando letras puras. Y ahí, en tiempos –benditos sean- en que se impartían a la semana cuatro horas de lengua, cuatro de literatura y una o dos de comentario de texto, los esquemas anémicos, las estilizadas llaves y los apretados guiones no terminaban de estar bien vistos. Los profesores se empeñaban en que redactara, defenestrara las faltas de ortografía, puntuara con corrección, mejorara mi caligrafía e, incluso, algunos me exigían cierto estilo literario en los comentarios de texto. Eso, además de responder con acierto a lo que me preguntaban. Como deducirán, en su momento los maldije a todos. Hoy les pago un porcentaje de mis enclenques ingresos como escritor.
Fruto de mi época clasificadora suelo hacer de casi todo una tipología. A, b o c. Uno, dos y tres. Uno punto uno, uno punto dos y uno punto tres. Me da igual de lo que se trate. Y luego, como consecuencia de mi época renacentista, me esfuerzo en redactarlo con un mínimo de decencia. Más o menos para un siete en las clases de literatura latina de bachillerato. Pero, ¿qué ocurre cuando te enfrentas a algo que por inverosímil te resulta imposible clasificar? A) Recurres a aquel profesor de ciencias y te arriesgas a que vuelva a llamarte de usted. B) Obvias el conflicto planteado y traicionas las clases de ética que recibiste de aquel profesor moderno e interino que llamabas por su nombre de pila. C) Escribes un artículo en un intento de aliviar la consternación que te irrita el cielo de la boca.

IES Alhadra

A mediados de semana, abrí el periódico y me jodió el desayuno. Conecté la radio del coche y me jodió el cigüeñal y el ánimo. La noticia, efectivamente, era una de las inclasificables. O de las que casi no me atrevo a clasificar por miedo a que los daños cerebrales sean irreversibles. ‘Los profesores del Instituto Alhadra tendrán que fichar a través de un sistema de huella digital’. Ya saben. Ese aparato que cualquier casino de Las Vegas tiene a la entrada de su cámara acorazada para que George Clooney no le saque brillo en un descuido. Pues ese mismo aparato, pero taladrado en una de las paredes de la sala de profesores de un instituto.
Trabajé en el IES Alhadra durante dos años y tuve la suerte de formar parte de un excelente equipo de profesionales. Y esto que voy a decir a continuación lo puedo demostrar. 1. Su ciclo formativo de lenguaje de signos es todo un referente a nivel andaluz (rastreen en las hemerotecas). 2. Su departamento de filosofía enseña a alumnos y a profesores como yo a distinguir con nitidez la sibilina y bífida frontera entre la exposición y la imposición, a través de la primera, claro. 3. Allí supe que para ser un buen matemático primero se debe leer tanta poesía como se pueda. 4. En los ciclos formativos, los profesores han preparado el aterrizaje en el mundo laboral de muchísimos jóvenes. 5. En mi esquizofrenia diaria, la parte buena que pueda tener de profesor –si es que llegué a agarrarla- se la debo a Antonio Reina, el que sigue siendo el jefe del departamento de lengua que durante años y años formó lectores –algo que ahora se busca con desesperación-. 6. A pesar de los numerosos problemas que viene sufriendo la enseñanza en los últimos tiempos, la mayor parte del claustro procura adaptarse con profesionalidad a los veloces cambios -con los recursos de los que dispone-. 7. Mientras trabajé allí, el departamento de orientación hizo una tarea que algún día alguien tendrá que reconocer. 8. Todos los méritos de este instituto se deben exclusivamente, a mi juicio, a los profesores que suben la escalera, se meten en el aula y procuran transmitir conocimientos a los alumnos, porque de forma telepática es imposible. 9. El esfuerzo de los alumnos es parte indispensable de ese éxito.
Claro que tienen puntos débiles. Como en casi todos los trabajos. Y quizá no me corresponda a mí recordar la profesionalidad que despliega de lunes a viernes la mayoría de estos profesores en sus respectivos puestos (cosa que nadie mencionó en la entrevista que anunciaba la llegada de la tecnología punta al instituto). Quizá les corresponda recordarlo a aquellos que decidieron invertir 4000 euros en un sistema innecesario, desmedido y efectista. Eso pienso yo. Porque medios para controlar el cumplimiento de los profesores en el trabajo ya existen. De hecho se aplican y con bastante éxito en otros institutos. Y presentar a bombo y platillo la imposición de este cacharro, y no los logros de los equipos educativos, puede hacer pensar que los profesores duermen hasta las diez y media y almuerzan a la una de la tarde, porque se escaquean y hay que llevarlos al minuto.
¿Habrá carencias en las que invertir esos 4000 euros? A mí se me ocurren unas cuantas. Y estoy convencido de que al claustro del IES Alhadra muchas más. Pregúntenle.

Juan Manuel Gil

domingo, septiembre 23, 2007

La última lluvia

La teoría

El viernes, en el momento más álgido de la extraordinaria tormenta, pensé que el planeta había decidido empezar de nuevo; ya saben, borrón y cuenta nueva. Sé que esto que escribo puede resultar un pelín catastrofista e inconsolable, pero la impresión que tuve fue más o menos ésta: si hace millones de años el origen de la vida tuvo lugar en el agua, ahora llegaba el momento de ponerle fin, en una especie de guiño socarrón y poético de la tierra, con una tromba de agua que duraría siete días y siete noches.
Mientras perfilaba superficialmente esta apocalíptica teoría, conducía mi coche a 20 km/h por una carretera cuya cuneta había resistido diez minutos antes de ser desbordada por la intensa lluvia. El conductor del coche que iba delante de mí hablaba por el teléfono móvil, y parecía lógico pensar que estuviera despidiéndose de su familia o del presidente de su empresa. El conductor de atrás, en un acto de rebeldía estúpida y torera, había bajado por completo la ventanilla y podía verle asomar el antebrazo al exterior.
En ese momento tuve claro que el peligro nunca es percibido de igual manera por las personas y animales. Lo que para uno es jugarse el pellejo y la tapicería del coche, para otro es el momento idóneo de sacar a relucir un flamante reloj ligero, elegante y resistente a la lluvia del fin de lo días. La razón de que esto sea así resulta difícil de precisar. Imagino, y quizá sea demasiado imaginar, que depende de pequeños factores que acaban por determinar en cierta medida nuestras reacciones. No es lo mismo, y en esto creo que estaremos de acuerdo, conducir un viernes, escuchando un cedé de música brasileña y con un cheque nominativo en el bolsillo de la camisa, que ir en el coche de vuelta del trabajo, escuchando la COPE, a final de mes. Parece claro que una opción invita más que otra al apocalipsis inmediato.
La cuestión es que, aunque mi teoría no era nada desdeñable en aquellas circunstancias meteorológicas extremas, no terminó por fraguarse del todo. Lo demuestra, entre otras cosas, que yo he tenido la oportunidad de escribir este artículo y usted de abrir el periódico. Pero, ¿qué habría ocurrido si mi funesto augurio se hubiera hecho realidad?

El augurio

Al octavo día el sol deshizo las nubes. El agua cubrió prácticamente el 70% del la superficie continental y la población mundial se redujo algo más de dos tercios. España fue uno de los países peor parados. Apenas se mantuvo a flote Cataluña –que precisamente se quejaba de la baja inversión en infraestructuras- y Teruel –ciudad de la que no se acordó la lluvia-. Hubo tiempo de sacar una última edición, durante el segundo día del aguacero, de los periódicos más osados. Se pudo leer que España se inundaba sin que Rajoy hubiera franqueado la puerta de La Moncloa y una frase de Zaplana, ‘La España de Zapatero hace aguas’, contrarrestada por Rubalcaba con un ‘Eso es mentira, eso es sencillamente papel mojado’.
En aquellas condiciones, hubo quienes se preguntaron si aquella desgracia supondría una subida inminente del Euribor. Y, aunque Solbes era muy dado a irrumpir con su ‘momento de incertidumbre y confusión’, no dijo absolutamente nada; algo que agradeció con mucho entusiasmo Zapatero y Chaves, refugiados en algún punto de la sierra de Jaén.
Aquellas aguas detuvieron el funcionamiento del mundo. Menchov no pudo coronarse finalmente ganador de La Vuelta a España; no fue posible ver cómo la selección española de fútbol caía antes de llegar a la fase final de la Eurocopa; Alonso siguió siendo bicampeón del mundo a dos puntos de Hamilton; y el equipo dirigido magistralmente por Unai Emery se quedó para siempre en la primera división, categoría de la que nunca debió salir. Aquellas aguas, repito, detuvieron el funcionamiento del mundo. Y aun así, en el cuarto día de aguacero, lunes, me llamaron desde el trabajo. Que si no tenía pensado ir esa mañana, me preguntaron.

Juan Manuel Gil

lunes, agosto 20, 2007

Altas temperaturas

El tren

Hace una semana, cuando el calor había pasado a ser una ordinaria con el pelo recogido en un moño y una garganta atronadora, saqué un billete de tren y me fui a comprobar qué tal andaba mi aparato locomotor y respiratorio. Con ese fin, y con el de encontrarme con unos viejos amigos que no le temen al cambio climático, me planté en el centro de Sevilla, junto a ese termómetro que siempre marca 45 ºC en la televisión, y con la mano izquierda agarre fuertemente el poste metálico que lo sostiene.
Tengo que decir que allí no había nadie. Al menos cuando solté el alarido por abrasión nadie apareció a socorrerme o a pedirme que dejara de gritar a la hora de la siesta. Así que hasta la siete de la tarde más o menos, que fue cuando empezó a salir gente de algunas bocacalles y portales, estuve convencido de que Sevilla estaba cerrada por vacaciones o, peor aún, había sido completamente arrasada por el virus de la ira.
Explico esta desasosegante situación en el centro de una ciudad, bajo un sol de justicia, durante más de cuatro horas, solo, a la vera de un termómetro que probablemente emitiera radiaciones nocivas, para añadir que el trayecto en tren fue muchísimo más destructivo e insoportable. Sé que es un viejo truco de la retórica, pero es que no miento una pizca si digo que fue así. Casi seis horas en un tren que alguien, sumido aún en la celebración de un Gran Premio de Fernando Alonso, decidió llamar R-598; seis horas en un tren que te invita a fundirte con el paisaje andaluz, sobre todo en los tramos que no superas los 45 km/h; seis horas en un tren que, en un exceso de gastronomía minimalista, lleva a bordo una máquina de refrescos y patatas fritas; seis horas en un tren que te seduce, vía tecnología punta, con una pantallita que advierte al pasajero de la próxima parada, la temperatura exterior y la hora peninsular; seis horas en un tren que parecen doce. Cada día estoy más convencido de que los coches oficiales de los cargos políticos son perjudiciales para la ciudadanía. Bien distinta sería la cosa si cada vez que tuvieran que viajar a Sevilla, que imagino que será a menudo, dejaran aparcado el coche y emprendieran el viaje en el irónico Tren de Fernando Alonso.

Sundown

Hay cafeterías, teatros, jardines y playas que acaban siendo el meridiano cero de su ciudad. Es decir, cualquier punto que vayas a fijar en un callejero cobra sentido cuando trazas la línea más corta que lleva a ese espacio-Greenwich. A partir de ese momento es más sencilla la orientación y el paso más liviano. Conozco algunas cafeterías o pubs que han llegado a trazar esa línea en algunas ciudades. Son el caso de ‘La Carbonería’ en Sevilla, ‘La Comuna’ en Córdoba o ‘El Piso’ en Málaga. Lugares que uno no tarda en darle categoría de muesca en el horizonte, como lo fue el lunar sobre el labio de Marilyn.
En Almería parece estar claro que el gran espacio-Greenwich es el Parque Natural de Cabo de Gata. Todo las posibles líneas de huida son irradiadas por ese impresionante animal de piel dura y ojos brillantes. Pero quizá necesitábamos un punto que se extendiera sobre sí mismo en cuanto llegara la puesta de sol, que nos engatusara y metabolizara la sal de nuestro cuerpo, que nos diera de beber cuando nos queda casi todo por decir. Ese lugar ya es una realidad. Se llama Sundown Coffee Hall y se broncea en el Paseo Marítimo de Cabo de Gata (www.sundowncabodegata.com). Tiene el mismo peso atómico que el oxígeno y el hidrógeno, y su fotosíntesis no dista demasiado de la de cualquier planta rica en clorofila: cócteles, carta de vinos y cervezas, tapas de cuidada elaboración y un atractivo diseño del espacio y su mobiliario. Un lugar que no tiene pérdida para los que buscan el extravío, las últimas horas del día y la línea más corta que lleve al meridiano cero. Aconsejo que, si deciden ir, lo hagan a la hora de la puesta de sol. Es probable que también le den la categoría de muesca en el horizonte. Si sucede así, me gustará saberlo. Déjenlo escrito en La casa del nadador.

Juan Manuel Gil

lunes, agosto 13, 2007

Un verano en el polo norte

Conquistadores

Ocurre a primera hora de la mañana. Algunos de nuestros jubilados se calzan las chanclas, cogen los bártulos, enfilan el paseo marítimo y clavan sus sombrillas en primera línea de playa. Se trata de una ceremonia de colonización cada vez más extendida que busca trazar los límites que escapan a la ley de costas. El trozo de tierra que va desde aquí hasta allí me pertenece, parecen decir los que dibujan una línea imaginaria que une la sombrilla con la hamaca, pasando por el cubo, la toalla, el perro, el protector solar y la señora del bañador estampado. Los ayuntamientos ya se han puesto manos a la obra y piensan sancionar a quienes practiquen estas artimañas que hacen añicos la conciencia cívica. Todo lo contrario que Rusia. Sí, el país del gas natural, el polonio, la Plaza Roja, las juventudes de Putin, el líquido anticongelante, el vodka y la estación espacial. Allí, analíticos ellos, han observado el curioso proceder de nuestros mayores y lo han aplicado a su insaciable sed de expansión. De este modo, han tripulado dos pequeños submarinos o batiscafos (Mir-1 y Mir-2) hasta alcanzar 4.302 metros de profundidad en las aguas del Polo Norte y han clavado su bandera –de titanio para soportar la erosión- en un intento de dejar claro lo que es de cada uno. Expertos en política exterior y geopolítica aseguran que una bandera no basta para pedir la soberanía. Pero, ¿y si hubiesen clavado una sombrilla de titanio a más de 4000 metros de profundidad?

Desacuerdos

Yo estaría dispuesto a borrar mi nombre de la faz de la tierra y adoptar el de Cajamar si me ofreciesen esos cuatro millones de euros. No irían a parar a gradas supletorias, pero a buen seguro que la inversión sería muy provechosa y refrescante. Lo que ocurre es que cuando el nombre que tienen que cambiar es el de un estadio la cosa no resulta tan sencilla. Conozco el asunto por lo que he leído en diferentes medios de comunicación; evidentemente no he tenido acceso a las reuniones de negociación y, quizá, de haberme invitado tampoco habría asistido. Pero la idea que más ha calado en mí ha sido la de un berrinche a los pies de la incubadora. Es decir, de cómo le ponemos al niño si tiene los ojos del padre pero la madre es quien lo amamanta. La caja de ahorros, que es la entidad que iba a acarrear con esa suculenta manutención, insistía en que se llamase como ella, como la madre, Cajamar a secas. Cosa que parece lógica si hay cuatro millones de por medio y un ascenso a primera división en el cielo de la boca. Y el señor Megino, que fue quien orquestó los Juegos del Mediterráneo desde aquel cargo que le rebanó al alcalde en el último momento, dice que tiene que llevar apellidos: o Mediterráneo o 2005. Así que nos encontramos con el primer número circense de la temporada: el primer partido de liga a la vuelta de la esquina, una entidad bancaria ofreciendo una cantidad más que suculenta para un club recién ascendido, un Megino empeñado en que el estadio tenga rima y un alcalde que ve venir lo que tantos dolores de cabeza le trajo durante la legislatura pasada. Mientras, los aficionados se preguntan dónde está el problema, qué es lo que realmente produce el desacuerdo entre el Ayuntamiento y la entidad bancaria.

Pesquisas

El perro de mi vecino, el que fue secuestrado a raíz de un artículo publicado en estas mismas páginas (17/07/07), sigue sin aparecer. Mis incursiones en el núcleo duro del vecindario, aunque se vienen desarrollando con bastante agilidad, no están dando el resultado esperado. Se han recibido dos notas y una llamada que no dio tiempo ni a atender y ni a localizar, pero que se ha incluido en el mapa de pesquisas. Mi vecino, aunque se le nota visiblemente afectado, no ha perdido la esperanza de encontrar al autor de estos hechos. Sí, han leído bien. En los tres últimos encuentros que he tenido con él, no ha mencionado ni ha aludido una sola vez al pastor alemán y a su presumible salud maltrecha. Insiste en encontrar al responsable de esta desgraciada situación. Repite una y otra vez los nombres de algunos vecinos. Hurga en la basura lo que para él puede ser una pista delatora. Y, cada vez que lo escucho hablar, me recuerda a esas películas del oeste donde, por muy tranquila que pareciera la noche, iban a tener que cerrar las ventanas a cal y canto y llevar a los niños a sus habitaciones.

Juan Manuel Gil

sábado, agosto 04, 2007

Cuaderno de verano

La siesta

El mes de julio es el más propicio para la siesta. Si el Instituto Nacional de Estadística no lo ha dicho ya, lo confirmo yo sin miedo alguno a equivocarme. En cuanto terminamos de deglutir todo lo que se dispone sobre el mantel, nos zambullimos en el sofá a la espera de su abrazo y comienza el fenómeno narcótico más efectivo que se ha creado nunca: Le Tour de France. Ahí es nada. Comienzan los comentarios de Carlos de Andrés y Perico Delgado que, como si en el eje de una llanta tubular hubieran vivido durante todo el año, vuelven una y otra vez a las mismas afirmaciones, a los mismos nombres, a las esperanzas del año anterior, con los chismorreos ciclistas más interesantes de la temporada. Y no piensen mal por esto que escribo. Creo que hay que estar hecho de una pasta muy especial para comentar una sucesión de etapas que, en ocasiones, superan los doscientos kilómetros y no hay más aliciente que una posible caída al salir de una rotonda. Es algo parecido a lo que ocurre con los comentaristas de las procesiones de Semana Santa en Canal Sur. Cuando no hay mucho qué decir, o tiras de la inventiva o te repites hasta el espasmo. Y Carlos y Perico nos acunan y adormecen con sus análisis y predicciones a falta de ciento cuarenta kilómetros, y nos despiertan cuando la Teté de la course pasa bajo el cartel de los últimos cinco kilómetros. De eso depende, en gran medida, que esa misma tarde tengamos tema de conversación o nos veamos obligados a otorgar con el más aburrido de los silencios.

El solitario

El Solitario, el ladrón de bancos más buscado de España, el enemigo público número uno, tenía pensado contraer matrimonio nada más zanjar un asuntillo que lo había llevado a Portugal. Al parecer preguntó a su pareja, de nacionalidad brasileña, si se quería casar con él y cómo se decía en brasileño ‘Esto es un atraco. ¿Dónde está la caja fuerte?’. Aunque no he leído esta información en ningún medio, creo que ella supo aliviar las dudas de este romántico cuatrero, porque tenía billete de ida para Brasil y lo apresaron en las inmediaciones de un banco. Despeinado, con algún kilito de más y el gesto eufórico de quien se siente el centro de atención de las cámaras, no acabó cumpliendo el patrón que la policía había perfilado a vuelapluma. Ni era militar. Ni extremadamente inteligente. Ni tenía cuarenta y pocos. Ni era el chaleco antibalas lo que lo hacía un pelín gordo. Ni solía pasar desapercibido en su vida cotidiana. Al parecer, según nos han ido contando sus vecinos de Las Rozas y de Majadahonda –su anterior domicilio-, él y su hermano eran conocidos como ‘los locos’, acostumbraban a pelearse botellín en mano a la mínima de cambio, despertaban al vecindario entero a golpe de batería y el Solitario, en concreto, tenía una retahíla de antecedentes penales que echaban para atrás al más valiente. Entiendo que insistan ahora en su carácter metódico, frío y calculador; en su facilidad para los idiomas; en su preparación para manipular armamento de gran complejidad; en su obstinación por hacer las cosas bien. Es mucho más interesante así, dónde va a parar.

Juan Manuel Gil

viernes, julio 20, 2007

El sabotaje del verano

Lectores veraniegos

Recuerdo que el año pasado, más o menos por estas fechas, cayó en mis manos un libro que me refrescó las tardes de julio y al que reserve un importante hueco en ‘La casa del nadador’. Se trataba de ‘Viaje infame a Cancún’ de Alberto Viertel, una novela que me plantó dos guantazos y acabo atrapándome en el personalísimo mundo de Uan Casanova, personaje trasunto del propio autor. Así que en cuanto he empezado con las lecturas que había pospuesto para este tiempo de mayor tranquilidad ―al menos para mí―, no he dejado de pensar en la posibilidad de dar con un libro de efecto balsámico parecido.
Desgraciadamente no ha sido así. Al menos hasta ahora. Uno se sienta en la puerta de casa cuando el aire alivia un poco y espera con paciencia un cambio, alguna indicación, una leve señal que le lleve a ese estado de desvelo, cuando la búsqueda ha sido larga y fatigosa. O lo que es lo mismo: si uno lee es porque espera hallar algo. Si eso no sucede a pesar del esfuerzo lector, se acaba por recoger los bártulos y buscar en algún otro lugar que no ande muy lejos.
Quizá, en lo que llevemos de verano, ningún libro me haya traído lo que ‘Viaje infame a Cancún’, pero eso no significa que no estén llegando otras cosas. De hecho, algunos de esos libros superan en calidad la obra de Viertel sin ningún atisbo de duda. Ahora mismo me vienen a la cabeza el concepto de thriller en la ‘Ciudad de cristal’ de Paul Auster, el desbordante caudal imaginativo de Rafael Reig en ‘Manual de literatura para caníbales’ o el aire documental de la obra de Agustín Fernández Mallo ‘Nocilla Dream’, que son algunas de las obras que han pasado recientemente por mi mesita de noche.

Teoría Gaia

Pero hoy quiero detenerme en la obra que me ha saboteado el verano y, probablemente, diez o quince veranos más. Se trata de ‘La venganza de la tierra’ de James Lovelock, un ensayo sobre las inminentes consecuencias del cambio climático. Para quienes no conozca a este señor, les diré ―hay gente a la que le gusta los eslóganes― que ha sido calificado como ‘uno de los grandes pensadores de nuestra época’ o ‘uno de los cien intelectuales más importantes del mundo’; además, fue el padre de una de las teorías más controvertidas del ecologismo: la Teoría de Gaia.
Yo sé que esto que voy a hacer no está del todo bien, pero me van a disculpar si reproduzco literalmente parte del texto que viene en la contraportada invitando a su lectura: ‘Durante miles de años, la Humanidad ha explotado la Tierra sin tener en cuenta las consecuencias. Ahora que el calentamiento global y el cambio climático son evidentes para cualquier observador imparcial, la Tierra comienza a vengarse’.
Alguno habrá pensado, con toda lógica, que no se trata de un fragmento que anuncia un ensayo científico, sino una novela de Stephen King o Michael Crichton. Pero no es así. James Lovelock en este ensayo nos advierte de las catastróficas e inminentes consecuencias que conllevará el calentamiento global si seguimos aferrados a unos planteamientos egoístas. ¿Y cuáles son esos planteamientos? Básicamente la sobreexplotación de la Tierra, la producción descontrolada de dióxido de carbono y un ecologismo de más apariencia que sentido común.
Según James Lovelock, el punto de retorno del cambio climático ya lo hemos superado. Así que lo único que podemos hacer es amortiguarlo lo máximo posible. Para ello debemos apostar por una energía efectiva que garantice el suministro en tiempos de crisis mundial ―provocada por el cambio climático, claro―, y ésa es la energía nuclear. La eólica, la biomasa, la hidroeléctrica, la solar o la mareomotriz, hoy por hoy, están muy lejos de resolver un problema que requiere soluciones a corto plazo. Ni siquiera la energía de fusión, que posiblemente en un futuro sea una gran fuente de abastecimiento, puede sacarnos, en los próximos años, las castañas del fuego.
El alegato de James Lovelock resulta tan difícil de concebir como estremecedor. Sus descripciones del deshielo, de las inundaciones de Liverpool o Londres, de las emigraciones masivas, descontroladas y conflictivas, de las progresivas extinciones de especies o del aumento abrasivo de la temperatura son aterradoras. A uno le acaba resultando más cómodo tachar sus ideas de disparates, o creer, como en un principio, que se trata de una novela de King o Crichton. Porque, de otro modo, te puede pasar como a mí. Que un libro te sabotea el verano y, probablemente, los quinces próximos también.

Juan Manuel Gil

domingo, julio 08, 2007

Cumplimos un año

2006-2007

Hoy hace un año que ‘La casa del nadador’ abrió sus puertas. Hoy hace un año que salió publicado en estas mismas páginas el primer artículo rico en cloro y antialgas. Sé que suena a tópico lo que voy a decir, pero parece que fue ayer mismo cuando me reuní con María Maicas en la redacción de ‘La Voz’ y hablamos de hacer realidad un artículo que tuviera su piscina pública en la Red. De aquella conversación salió aproximadamente lo que hoy es ‘La casa del nadador’. Porque ya se sabe lo que suele ocurrir con este tipo de artefactos: se reproducen, fagocitan, fracturan, regeneran, y acaba siendo, por regla general, lo que a ellos se les antoja.
En verdad, hasta que estuve metido de lleno en este proyecto, no me hice una idea de la complejidad que suponía inaugurar un blog o bitácora. Y no me refiero a los aspectos técnicos –la configuración de un blog estándar supone un nivel de dificultad mínimo-. Estoy pensando en la posición microscópica que ese blog va a ocupar en una malla, cuyos nudos de enlace van a propiciar una mayor o menor presencia en la Red. Cuantos más blogs amigos te tengan en su lista de recomendables, más posibilidades se tiene de ir captando adeptos. Cuanto más especializado sea el blog, más posibilidades de hacerte con un grupo de lectores de perfil determinado. Cuanto más genérico es el tema tratado, más posibilidades de que la competencia sea descarnada y atroz. Pero ya hemos dedicado dos o tres artículos a reflexionar sobre este tema, y hoy estamos de celebración.

Las cifras

En cuanto vi próximo el aniversario de ‘La casa del nadador’, hice números y analicé lo que podrían ser unos resultados, aun a riesgo de caer fulminado por la eléctrica evidencia de las cifras. El dominio http://www.lacasadelnadador.es/ ha albergado en la Red, a lo largo de este año, cuarenta y cuatro artículos como éste, casi medio millar de comentarios de los lectores y ha recibido unas diez mil visitas. Estos datos, en comparación con otros blogs de mayor calado, alcanzan el valor de una medusa en mitad del Mediterráneo. Sin embargo, mi lectura para nada es pesimista.
La mayoría de blogs –con un número de visitas superior al indicado- publican con una periodicidad mucho más corta y suelen tener voluntad de repositorio –cosa que yo veo con buenos ojos, si se hace con criterio-. ‘La casa del nadador’ decidió colgar un artículo semanal que se iba a corresponder con el que había salido en la sección ´Vivir´ de este periódico el domingo anterior. Esto, a mi juicio, limitó sensiblemente el número de visitas, puesto que los lectores, al conocer la periodicidad, solo tendrían necesidad de visitarlo una vez a la semana o, a lo sumo, dos o tres si querían conocer la opinión de los lectores. Y en cuanto al número de comentarios que han dejado los internautas, en mi opinión, que quizá no sea la más adecuada, no está nada mal. Basta con darse un paseo por diferentes blogs, escogiéndolos al azar, para darnos cuenta de que la mayoría tiene un número muy reducido de comentarios y que se limita a firmar y saludar. Además, un centenar de los comentarios de los lectores los he llevado a las páginas de ‘La Voz’ domingo a domingo. Por todo ello, soy optimista cuando valoro la situación actual de ‘La casa del nadador’, y me siento afortunado por la confianza que me han mostrado algunos lectores semanalmente.
Convertir un blog en un espacio estable de tertulia y reflexión es probablemente la tarea más difícil. Y quizá por eso tengo las miras puestas ahí. Así que con motivo de este aniversario, se avecinan cambios importantes en ‘La casa del nadador’. Para tal finalidad, en su página web, he colgado una sencilla encuesta para que los lectores puedan dar su opinión, sugerir, criticar, valorar, aportar y orientar a quien escribe estas líneas. Cumplimentarla no lleva más de un minuto y a mí me puede ser de gran ayuda. Muchísimas gracias a todos los lectores de ‘La casa del nadador’ por su paciencia y confianza. Ha sido y seguirá siendo todo un placer.

Juan Manuel Gil

lunes, julio 02, 2007

Soy todo oídos

Reformas sociales

Pertenezco a la primera generación que nació al sombrajo de una democracia española recién constituida. Así que, por una cuestión natural de memoria y conciencia, no tengo recuerdos políticos de aquellos primeros momentos. Los más impactantes para mí no eran precisamente políticos: una imagen borrosa de Naranjito y los gritos de alegría de mi padre por la que sería la última liga de fútbol del Athletic Club de Bilbao. Como ya imaginarán, con el paso de los años, a través de los libros, la televisión, la escuela y lo que me han contado algunos familiares, he ido tejiendo una tela de araña conformada por datos históricos, olores, consignas, fechas, mudanzas y transformaciones, sensitivamente tan reales, que parece que viví aquello con toda la intensidad posible.
De aquellos años marcados a fuego por las reformas, hoy tenemos lo que tenemos. Y no es poca cosa, teniendo en cuenta el socavón histórico de más de treinta años del que intentábamos salir. Lo digo porque, durante estas semanas, la prensa, con motivo del 30 aniversario de nuestra Democracia, ha dedicado un sinfín de tertulias, suplementos y programas especiales acerca de aquellos años en los que había tanto en juego. Hoy, la mayoría de aquellas reformas que implicaban sigilo, equilibrio y precisión en el paso, han saltado al terreno de la naturalidad, comos si hubiesen estado ahí toda la vida.
Pertenezco a una sociedad que vota libremente, se casa por lo civil con la persona que quiere –sea del sexo que sea- , se divorcia por la vía rápida, puede expresar su opinión respetuosamente sobre cualquier asunto, rechaza la violencia como camino político, busca la igualdad absoluta entre el hombre y la mujer, pretende reconocer todos los derechos a las minorías y cuando ha decidido alzar la voz se ha hecho escuchar. Y todo esto es consecuencia de una largo y difícil camino de reformas sociales que a veces hay que desandar para no bajar la guardia y procurar su constante defensa. Las cosas no siempre fueron así. Las cosas cambian cuando hay una clara voluntad de cambio. Y en aquellos años la hubo. Así que hoy vivimos con naturalidad realidades que fueron fruto de la ingeniería del encaje de bolillo.

José Antonio Amate

Lo cierto es que hoy no tenía pensado escribir acerca de política, sino de algo que presencié el sábado pasado y que me trajo a la mente todos estos pensamientos. Asistí a la boda de unos amigos –felicidades María Luisa y Luis- , que tuvo lugar en el patio central de la Diputación y que fue oficiada por José Antonio Amate. Éste, media hora antes, había tomado posesión de su cargo de concejal en el Ayuntamiento de Almería. En los momentos finales de la ceremonia, el concejal decidió recitar un poema dedicado a los contrayentes. Y ahí se produjo algo muy poco común. O al menos algo a lo que yo no estoy acostumbrado en este contexto.
José Antonio Amate leyó el primer verso y cesó el bullicio de las últimas filas. Prosiguió. Lo hizo con cadencia, ritmo, atendiendo a las pausas, sin caer en un patetismo exagerado ni en un efectismo tramposo, y alejándose de la fría lectura que les es inherente a algunos políticos hartos de inaugurar plazas y monolitos. Leyó con más convencimiento que la mayoría de poetas suelen hacerlo. Y eso no pasó desapercibido a los oídos de los que allí estábamos, que decidimos guardar silencio y escuchar con absoluta atención lo que les decía a los novios. Después, tirar del hilo e ir masticando todo lo que se agazapaba tras aquel acto.
No sé qué tal hubiese desempeñado José Antonio Amate su papel de alcalde. Ni cómo lo va a hacer en su recién estrenado cargo en la oposición. Lo que sí tengo claro es que no hay nadie en el Ayuntamiento de nuestra ciudad que recite poesía mejor que él. Y si alguno de los afectados no está de acuerdo con esta afirmación, estaré encantado de salir de mi absoluto convencimiento. Seré todo oídos. No tendrán problema en encontrarme en la casa del nadador.

Juan Manuel Gil

miércoles, junio 27, 2007

Cambios

'La casa del nadador' está a punto de cumplir un año. Y se avecinan cambios. Pretendo hacer un blog más dinámico y participativo; más fresquito para los meses de verano. Pero para ello me gustaría contar con tu opinión. Pinchando en el siguiente link y rellenando la encuesta que aparece me facilitarás las cosas. No te llevará más de un minuto. Muchas gracias a todos por este primer año de 'La casa del nadador'.

http://www.encuestafacil.com/RespWeb/Qn.aspx?EID=122284

domingo, junio 17, 2007

Adicciones inconfesables

Sparring político

Reconozco que me siento intranquilo. Desde hace ya algunas semanas, me acompaña a todas partes el runrún de una pregunta que salió de boca de un amigo, mientras almorzábamos en plena campaña electoral. ¿De verdad te gusta escuchar lo que dicen los líderes políticos?, me preguntó a bocajarro. Yo, como es evidente, no moví un músculo ante una pregunta de esa índole. Pero él debió deducir la respuesta y, rápidamente, comenzó a hablar de la inconveniencia de regar el césped a plena luz del día.
Hoy, en estas líneas me libero y reconozco abiertamente que sí. Que siento una atracción mórbida por palabras como candidatura, programa electoral, zonas verdes, recalificación, hoja de ruta, equipo de gobierno, coche oficial, viviendas para jóvenes y yo te prometo lo que tú quieras si me votas. Y esto, aunque no esté demasiado orgulloso de decirlo, lleva tiempo siendo así.
Habrá quien piense que lo que debería de hacer es echarle arrojo y emplearme decididamente en una imparable y meteórica carrera hacia la concejalía de urbanismo. Pero, con sinceridad, no creo que se trate de eso. Lo mío es más una cuestión de espectador, de puro sparring político, de testigo ocular en la escena del crimen. Por eso soy capaz de dejar de hacer cualquier cosa por escuchar a un político prometerme que mi vida va a ser mejor si le doy una oportunidad.

Entrevista televisiva

Mi formato predilecto es la entrevista televisiva. Te permite analizar la escena con mayor serenidad, atención y cautela. Uno puede mirar a los ojos del candidato sin miedo a que le reconozca y se quede con su cara; uno está más preparado para detectar dónde reside la fragilidad y la ternura de la que siempre hablaron sus familiares; uno llega a invitar a casa al presidente del gobierno, al líder de la oposición o al alcalde de su ciudad con la naturalidad con que se manda un mensaje de móvil.
Estos días atrás, después del retorcido comunicado de ETA, el presidente del gobierno, Rodríguez Zapatero, y el líder de la oposición, Mariano Rajoy, concedieron sendas entrevistas en distintas cadenas de televisión. Y como es obvio, yo, durante los días previos, andaba más contento que unas castañuelas porque iba a sentarme cara a cara con cada uno de ellos. Además, estaba convencido de que pronunciarían binomios del tipo lealtad / deslealtad, traición / fidelidad, Yo sí / Tú no, política penitenciaria / cesión ante el chantaje, practica Cuatro / la fuerza del cinco.
Me va a perdonar el señor Mariano Rajoy, pero como no me concedieron el permiso en el trabajo, por mucha instancia sensiblera y afectada que cumplimenté, me quedé sin verlo y escucharlo. Sí estuve, en cambio, frente al presidente del gobierno, que fue entrevistado a una hora quizá más jornalera. Y la verdad es que su intervención no tuvo desperdicio.
El día que Iñaki Gabilondo éramos todos, Rodríguez Zapatero osciló desde un lánguido desencanto hasta un enfado atrevido. Se mostró, en algunos momentos de la entrevista, muy dolido con el partido mayoritario de la oposición, blandamente nostálgico con aquellos tiempos de unidad contra el terrorismo y optimista con el futuro. Pero, lo que no es tan normal, es que dejara entrever, como pudimos comprobar, cierto pataleo rabioso, un nos vemos a la salida del colegio, una decepción tan dolorosa como irritante. Por eso se atrevió a asegurar que la postura del PP iba a ser la misma hasta el final, o que no todo el mundo –refiriéndose a Rajoy- pensaba y sentía la política como él, o que se han dedicado a mentir insistentemente para sacar rentabilidad electoral.
Lo cierto es que ese tono irritado de Zapatero me gustó. De hecho, percibí en algún momento un leve golpe de su puño contra la mesa. Pero no lo puedo garantizar. Lo que sí es verdad es que, desde casa, intenté azuzarlo aún más para ver si se acordaba de Acebes o Zaplana. Esos que nunca hablaron con ETA, que no hicieron política penitenciaria con los presos etarras al acercarlos al norte, ni que les suena la etiqueta de Movimiento de Liberación Vasco. Porque ellos, curiosamente, sólo son, creen y se deben al Pacto por las libertades y contra el terrorismo. Made in ZP.

Juan Manuel Gil

miércoles, junio 13, 2007

Verano y oposiciones

Esporas estivales

Lo siento. Pero por mucho que algunos se empeñen en defender que el verano no revienta hasta el veintiuno de junio, algunas pruebas, más que contundentes, demuestran algo distinto. Basta con que echemos un vistazo a nuestro alrededor para comprobar que el verano, con su mano lánguida y su paso desmayado, ya está recorriendo plazas y carreteras; aparcamientos y oficinas; heladerías y azoteas. Se extiende con la efectividad con que lo hace un estornudo o un manto de polvo después de volar por los aires un edificio. Viaja, se posa y desprende sus esporas estivales.
Caeríamos en un error sin pensásemos que la manifestación del verano se reduce a una subida considerable de la temperatura, un protagonismo especial de sol y piscina o un deseo irrefrenable de encontrar la costa, a pesar de los embotellamientos que conlleve. Todos sabemos que el verano es mucho más que todo eso. Es, fundamentalmente, una cuestión de actitud.
El verano llega con el despunte del corazón, las largas caminatas contra los triglicéridos, la depilación láser, las canciones de amor consumado, las mentiras a tu vecina en el ascensor, las cremas hidratantes de bronceado gradual, el alivio de las alergias y la voz nasal, el bajo el ala aleve del leve abanico, el reparto de la tarta municipal, el equilibrio de la lipotimia en los andamios, las banderas azules ondeando, las facturas de la luz, la puerta del frigorífico, el riego por goteo, el aroma a zanahoria, el tinto de verano, las mosquiteras en el ventanal, el césped artificial en las rotondas y el se me hicieron las tantas hablando en la puerta de casa.

Oposiciones

Como pasa con casi todo, la llegada del verano está estrechamente asociada a la experiencia íntima y cotidiana de cada uno de nosotros. Nuestro trabajo, costumbres, relaciones afectivas, cobertura de móvil, emisoras de radio, metabolismo y tipo de piel, entre otras cosas, trazan un atlas muy particular de esta estación. Para cada uno distinto. Para todos, sin duda, especial.
En mi caso, desde hace algunos años, se ha sumado a mi red de coordenadas un punto sin el que ahora mismo no podría entender la llegada del verano. Se trata de las oposiciones de ingreso al cuerpo de maestros de educación primaria o profesores de educación secundaria. Por cuestiones laborales, cuando se aproxima junio, al mismo par que lo hace el lino, la manga corta y las duchas de agua fría, muchos de mis compañeros dan un latigazo a su ritmo vital y parecen trasladarse a otro plano de la existencia; justo donde reside nuestro reflejo sobre el agua.
El cerco de sus ojos toma tintes violáceos. Protegen con uñas y dientes la parte de su cerebro donde reside la memoria y las capacidades de análisis y cálculo. En el bolsillo interior de la chaqueta siempre hay una nota de agradecimiento por si se alzan con el premio. Otra de despedida. Velan los bolígrafos que utilizarán el día que los dejen solos en la playa. Y pronuncian palabras que a este lado de la vida se enredan en la lengua, trabucan sus letras y anestesian su sentido. Programaciones, decretos y unidades didácticas. Insomnio, euforia y pánico escénico.
Lo sé porque he pasado por todo ello. Porque, con la mezcla de desasosiego y esperanza, he descoyuntado el tiempo y el espacio; he vuelto del revés la salida y la puesta de sol. Y no he tenido más remedio que acabar creyendo en el esfuerzo y estar predispuesto al lametón de la suerte. Como casi todos los que deciden vivir un trago parecido.
No soy partidario de dar consejos porque nunca terminé de creerme los que a mí me dieron. Pero sí de desear toda la suerte que trae consigo la llegada del verano. Ese que no tarda en gobernar nuestras salidas de casa y activa no sé qué antioxidantes en la piel. Pues eso. Dejen que la llegada del verano les relama y engatuse. No garantiza nada. Pero suele sentar divinamente.

Juan Manuel Gil

martes, mayo 22, 2007

Lilec 07

Las ferias del libro

Aunque pueda parecer lo contrario, las ferias del libro no son eventos de mi devoción. Imagino que debido a algunas experiencias vividas en ellas, he acabado por desarrollar una especie de síndrome del desencanto, que suele ir acompañado de espasmos musculares, brotes de dentera y agorafobia. Y es que en ocasiones una feria del libro puede llegar a convertirse en la pesadilla mejor urdida para un aficionado a la literatura.
Lo normal, aunque pueda resultar exagerado, es que ocurran cosas como las siguientes. Que la caseta donde pretenden llevar a cabo los recitales de poesía y las charlas literarias esté situada a escasos metros de un semáforo hiperactivo y de su impaciente clientela. Que el responsable de megafonía, a la hora de anunciar los actos, desordene tus apellidos, vuelva a bautizar tu obra, te cambie de sexo o informe incorrectamente de la hora y el lugar del evento. Que no asista absolutamente nadie, salvo tú, a la intervención de uno de tus escritores predilectos y acabe dando la conferencia mirándote fijamente a los ojos. O que algunas librerías se muestren reacias a estar en la feria del libro, como si lo suyo fuesen las ferias inmobiliarias u hortofrutícolas.
Por todo esto, llevo unos años procurando dosificar mis visitas a las ferias del libro, y así consigo evitar que mi estado de ánimo descienda a niveles tan bajos que me resulte imposible hablar del libro y sus alrededores sin perder la dignidad en el primer gimoteo.

Nuestro festival

En Almería, en cambio, desde hace dos años, estamos de suerte. Vuelve una nueva edición del Festival del libro y de la lectura (Lilec 07) y trae bajo el brazo toda una declaración de principios. Lo que estaba condenado a convertirse en la alargada sombra de una feria del libro, ha pasado a ramificarse y reproducirse casi de forma celular. Y, ahora, respira y da aire desde diferentes puntos de nuestra ciudad. El Teatro Apolo, el Mirador de la Rambla, la sede del Instituto Andaluz de la Juventud y el Auditorio Maestro Padilla son algunos de los lugares desde los que se emitirán endorfinas que fortalezcan nuestro sistema inmunológico.
Porque este año, el tema del Lilec 07 es el humor. Y en torno a él se han proyectado talleres, conferencias, recitales, actuaciones, jornadas académicas y gymkhanas de animación a la lectura. Además de treinta y una casetas en las que expondrán sus libros trece editoriales, entre las que está la Fundación Catedral de Santa María de Vitoria, como representación de la comunidad invitada este año: el País Vasco.
Lilec 07 parece mantener esa voluntad -en la que precisamente está su origen y razón de ser- de dar con una fórmula eficaz que contribuya al fomento real de la lectura. Ni que decir tiene que se trata de un cometido verdaderamente complicado. Pero por eso, los coordinadores –los responsables de la editorial El Gaviero- han de mantener esa apuesta arriesgada y novedosa que ya inauguraron en la edición pasada. Han de continuar los diálogos literarios que tan buen resultado dieron con Luis Alberto de Cuenca y Loquillo (este año Javier Gurruchaga y Javier Tomeo); han de fomentar el lado más lúdico de la esfera de los libros; y han de seguir ofertando una vertiente más académica que satisfaga las necesidades de los profesionales, de los que diariamente procuran inocular el virus de la lectura. Porque los resultados del año pasado han demostrado que Almería necesita un festival dinámico, activo, que empuje a la participación de quien siente el más mínimo interés por la lectura y que necesita la unión de todas las instituciones. Por eso, que en el programa de actividades aparezca el sello del Ayuntamiento como organizador y el de la Junta de Andalucía como colaborador no deja de ser una excelente noticia para quienes sabemos que cualquier ayuda es poca en esto del libro.
Ahora sólo nos queda cruzar los dedos y darle a este Festival del libro y de la lectura una verdadera oportunidad. Afilar nuestros dedos y recorrer el lomo de sus libros, ofrecernos a él igual que él se ofrece a nosotros, disfrutar de un evento que ya empieza ser un referente fuera de nuestra ciudad y una alternativa eficiente a la tradicional feria del libro.

Juan Manuel Gil

lunes, abril 02, 2007

Reality Show

Semana Santa

Mi Semana Santa empieza en el mismo momento en que escribo este artículo. Por motivos profesionales, claro. Así que en cuanto ponga el punto y final a estas palabras, me dispondré a ordenar todo lo que requiere este periodo de santa holganza.
Por lo que veo en los medios de comunicación –los periodos vacacionales son uno de sus temas fetiches-, las opciones barajadas por los españoles que pueden permitirse unas vacaciones son las siguientes: dejarse caer hasta la misma orilla de una playa levantina o andaluza, presenciar las procesiones en ciudades alegóricas, laberínticas y colapsadas o, simplemente, vivir su instante de fama y poner el vídeo a grabar cuando Iñaki Gabilondo constate que se han producido quince millones de desplazamientos, y uno pueda decir a sus hijos ‘nosostros estábamos ahí’.
Yo, que de buena gana me sumaba a cualquiera de estas posibilidades con tal de hacer algo, pasaré toda la semana en casa, aborreceré las zapatillas y el pijama, repararé todo aquello que amenaza con una muerte lenta y doméstica, me enfrentaré a los fantasmas que moran en el cuarto de la plancha y enseñaré a no morder a la planta que ‘La Voz’ me ha traído por primavera. Hasta el miércoles aproximadamente.
Estoy convencido de que a muchas otras personas se les presenta una semana parecida a la mía y sabrán salir airosos sin grandes magulladuras en la paciencia. La afrontarán con una entereza y una entrega dignas de los elogios más desatados. Sin embargo, hay que reconocer que esto de la Semana Santa es para sufrirlo religiosamente. Cortes de avenidas fundamentales, improvisados itinerarios que te llevan al punto de partida, prohibiciones de estacionar, prohibiciones de cruzar la calle y prohibiciones de dormir. Al menos eso me cuentan quienes tienen el privilegio de vivir en una de las calles de peregrinación obligada o guardar el coche en la esquina donde no se perdonan las saetas.

Cinco sevillanos

Yo, que siempre me quejo de vicio y alimento mi úlcera más de lo recomendable, no pienso hacerlo esta vez. Y soy totalmente sincero cuando os cuento que he invitado a casa a cinco sevillanos para que sobrevivan a la Semana Santa almeriense. Pienso llevarlos a contemplar los pasos que más devoción despierten, nos apostaremos en las calles más emblemáticas de nuestra ciudad, comeremos en los bares de mayor tradición y ambiente cofrades y nos acostaremos con los ovacionados encierros para amanecer con las sufridas salidas.
Sé que esto que intento se asemeja a los modernos formatos televisivos de hoy en día. Morbo y preguntas que no pueden quedar sin respuesta. Reality Show. ¿Sobrevivirán estos cinco amigos sevillanos a una Semana Santa que no sea la de su propia ciudad? ¿Quién será el primero en abandonar el periplo que les tengo preparado? ¿Cuánto tardarán en comparar? ¿Quién de ellos pronunciará las palabras playa o paseo marítimo? ¿Cuánto tardarán en preguntarme si aquí gobierna el PSOE o el PP? o ¿Qué es GIAL?
Lo que de ninguna manera sospechan es que pienso fingir una suerte de estado místico (a la manera de Ray Loriga), durante el cual sufriré espasmos musculares, cambios repentinos del timbre de voz y alteraciones extremas de la personalidad. Así que durante nuestra experiencia por las calles de Almería quizá me sobrevengan el espíritu nacional-apocalíptico de Jiménez Losantos, la última vuelta de tuerca imposible de Javier Cercas, la envidiable malaleche de Javier Marías, la seriedad meteorológica de Florenci Rey, la labia tranquila y sostenida de Hilario Pino, alguna frase antológica de nuestro querido Luis Aragonés, o de Sandro (aquél que casi jugó en el Real Madrid). Y esto no podrán superarlo.
Ahora que está tan de moda practicar el boicot, yo no pienso caer en él. Y voy a entregarme sin coraza alguna a nuestra Semana Santa. Agradeceré con fervor que dejen sus comentarios en La casa del nadador. Cuéntenme qué tal transcurre su particular semana.
Juan Manuel Gil

domingo, enero 21, 2007

El Bulevar

Paisaje futuro

No hace mucho, en esta misma sección, escribí un artículo sobre la fuerza magnética que las obras y excavaciones ejercen sobre nosotros. Lo hacía basándome en esas pequeñas escenas coloquiales del transeúnte detenido frente a una estructura de hormigón o el jubilado departiendo sobre esto y aquello con el encargado de obra. Postales bucólicas que cada vez son más habituales en las calles de nuestra ciudad. Sobre todo por el volumen de construcciones inmobiliarias con el que nos hemos acostumbrado a vivir. Tarde o temprano, todos hemos sentido la hipnótica atracción por las obras de cierta envergadura. Y si nos lo han permitido, hemos opinado allí mismo, a pie de andamio.
Yo, por azarosas decisiones políticas, estoy viviendo, desde hace algún tiempo ya, rodeado de estridentes excavadoras, tuberías descomunales, zanjas abisales, calles cortadas, zonas inundadas, desvíos improvisados, cortes de agua, socavones en el asfalto, vallas metálicas, prohibiciones de estacionar, prohibiciones de parar, prohibiciones de pasar y kilos y kilos de polvo en el corazón de la lavadora. Soy consciente de que llevo viviendo más de seis meses en un paisaje que podría pasar por el escenario de un tiempo futuro, de un tiempo tatuado por el efecto invernadero o el calentamiento global del planeta o la guerra de los mundos. Pero, paradojas de la realidad, simplemente se trata de una obra que pretende mejorar el aspecto de un barrio al que, dicho sea de paso, no le han prestado nunca demasiada atención.

El Alquián

Me estoy refiriendo a las obras del futuro bulevar de El Alquián. Por fin han decidido dotar a este barrio de una arteria principal con sus palmeras cocoteras, sus estacionamientos adoquinados, su asfalto de última generación y sus altas y espigadas farolas azul mediterráneo. De paso han aprovechado y también han actualizado la red de tuberías que circulaban bajo esa misma carretera. Aunque las malas lenguas dicen que es al revés: que lo que urgía era la renovación del sistema de aguas y que han engalanado el panorama con el bulevar. En cualquier caso, lo mismo da una cosa que otra.
Estoy convencido de que a la gran mayoría de los ciudadanos de este barrio, entre los que me incluyo, les parece una idea fabulosa que se lleven a cabo, por fin, unas mejoras de tal envergadura. También, porque procuramos no pecar de ingenuos, somos conscientes de que las molestias, las incomodidades, los imprevistos, en definitiva, ciertos perjuicios para el barrio, vayan aparejados con las obras. Sin embargo, esto no presupone que nuestra indulgencia sea ciega y absoluta. En mi caso particular, miro las obras con el rigor con que juzgo cualquier otra cosa que pueda menoscabar mi vida diaria y traspase las cargas previsibles. Y eso aquí está pasando.
Los servicios de transporte público incumplen diariamente sus horarios debido a una inadecuada planificación de la obra. A eso tenemos que sumarle señales provisionales de tráfico que se contradicen, atascos que han llegado a durar mas de cuarenta y cinco minutos, vehículos mal estacionados, socavones en el asfalto que pueden ocasionar accidentes (en la hemeroteca de La Voz se puede rastrear alguno), calles residenciales que pasan a hacer las funciones de una carretera nacional, tuberías subterráneas y pozos dañados por el trafico masivo y, lo más importante, el riesgo que entraña para los transeúntes que esa densidad de automóviles atraviese el barrio por la mitad y no haya autoridad policial que vigile la zona con especial atención.
Estaría bien que el alcalde, la próxima vez que venga a fotografiarse junto a las recién plantadas palmeras del bulevar (también se puede rastrear en hemeroteca) y a decirle a la prensa lo bien que progresan las obras, se pase por el interior del barrio y evalúe lo que en política llaman efectos colaterales. Entonces, debería garantizar que no se solucionarán, como se ha hecho en otras ocasiones, con remiendos y parches de hule, sino que todo quedará como a él le gustaría tener la puerta de casa. Porque no está para medias tintas un barrio que tiene en su patio trasero un aeropuerto que planea quedarse para siempre, un gasoducto que le ensartará un ojo a su playa y un saco reventado por años y años de olvido del Ayuntamiento que ahora él dirige.

Juan Manuel Gil

lunes, enero 01, 2007

Mis números improbables

Lotería y cábalas

Confieso que no me ha tocado la lotería. Ha pasado por la puerta de casa dejando un rastro de pelusa, ceniza y desencanto tras una inversión que merodeaba, más bien brincaba, la media nacional. He comprobado ceremoniosamente cada uno de los décimos que en su momento llamaron mi atención por las más improbables razones: número de votos favorables a los estatutos; torreones que el señor Megino construirá a la vera del Mediterráneo; el euríbor a fecha de compra; el año de nacimiento de Unai Emery; el precio sumado del kilo de breca y langostino; o el número de veces que aparecen las letras z y p en algunas columnas de opinión. Pues ni con ésas. Y por mucho que diga mi vecina eso de que al menos tenemos salud, el desconsuelo es un pellizco nervioso que habita en el estómago y se ramifica hasta la cuenta corriente.
No haber conseguido ni una sola pedrea en este día de gloria nacional, me convence una vez más de que mis cábalas sobre la actualidad y su membrana pegajosa poco o nada tienen que ver con el azar suculento de los bombos y los euros. Parece más razonable que éste guarde relación con el diario personal del matemático Grigori Perelman (rechazó la medalla Field hace unos meses) o algunas costumbres de los personajes de Juan José Millás o Paul Auster. En cualquier caso, como buen neurótico encubierto, procuro que mis elecciones numéricas obedezcan a razones más o menos verosímiles, aunque luego me supongan el más estrepitoso y descorazonador de los fracasos.

Tres cifras

Mi meticulosa selección numérica me ha servido para recordar algunos hechos que a lo largo de este año causaron en mí algún tipo de efecto. Estos son algunos de los números.
El diez y el nueve. Quien acostumbra a pasear por el paseo marítimo del Zapillo, empieza a vislumbrar la osamenta de los edificios que el señor y urólogo Juan Megino ha ideado construir allí. Crecen a una velocidad similar a la de la hiedra. Casi imperceptible. Imparable. Y a la espera de que se genere la piel que recubrirá aquellos mazacotes de hormigón, uno puede deducir que los humores de sus tripas fluirán poco y mal. Aquello, que parece más propio de los despropósitos y desmanes urbanísticos setenteros, estará formado por diez torres de nueve pisos que darán lustre a un Zapillo colmado de edificios cuyos cimientos absorben agua salina. Tengo que reconocer que siempre creí que aquello se paralizaría justo antes de que dieran el primer bocado a la tierra. Reconozco también que soy un profano en lo que a los entresijos legales de esta operación se refiere. Pero ojalá me dijeran mañana mismo que incumple la ley y pudieran detener las grúas antes de que su morfología se aproximara a la del Algarrobico. Porque si no es así, me avergüenzo de esta falta de sentido común y protección; me avergüenzo de que nos hayamos mostrado tan indiferentes ante tal barbaridad urbanística.
Setenta y uno. En 1971 Unai Emery nace en Guipúzcoa y 35 años después viaja a nuestra ciudad para colocar a la Unión Deportiva Almería en puestos de ascenso, justo antes de irnos de holganza navideña. Sé que las simplificaciones nunca fueron buenas, salvo en las matemáticas de bachillerato, pero es que estoy convencido de que a este entrenador lo recordarán en nuestra ciudad durante muchísimo tiempo por sumar puntos donde otros maldecían a los árbitros. Con el ascenso al final de las baldosas amarillas, los mazapanes evitan la afonía y las peladillas fortalecen la autoestima. Sin embargo, las quejas siguen goteando. Es raro el día que no leo o escucho en la radio un rapapolvo a ese aficionado que sólo va al campo de fútbol cuando la U. D. Almería promete un buen espectáculo o, en su defecto, un resultado que prolongue esta euforia deportiva. Parece ser que con un equipo se ha de estar siempre, a las duras y a las maduras, independientemente de la mayor o menor distracción que pudiera dar en el campo. Sin embargo, a nadie se le ocurre ir a ver una obra de teatro de la que le han asegurado el tedio hasta el agotamiento. Tampoco nadie se siente en la obligación de ir a ver todas las semanas el cine español, a pesar de que la recaudación de taquilla va a ser tan determinante como la de cualquier campo de fútbol. Uno paga por entretenerse, disfrutar, emocionarse y divertirse. Pasar un buen rato, vamos. Parece razonable, por tanto, que la gente vaya menos al cine cuando la película promete un castigo de dos horas; que los enamorados del teatro no paguen por ver una obra que no les da buena espina; o que los aficionados al fútbol acudan en menor medida al campo cuando el equipo no cumple las expectativas creadas y se augura un tostón de 90 minutos y una irritación en el corazón de la quiniela. Parece lógico que uno invierta su dinero en algo que le va a reportar algún beneficio. Y la U. D. Almería ahora expende ilusión. Simplemente celebrémoslo.

Juan Manuel Gil