Elecciones
En campaña electoral, lo mejor es echarse a un lado, apartarse de la línea de fuego una vez traspasado el umbral de lo que estamos dispuestos a soportar. Para ello hay que prever y buscar con cierta antelación un refugio que resista el aliento húmedo de las promesas, el fogonazo de la cartelería de carretera y esa calderilla propagandística (bolígrafos, llaveros, imanes para el frigorífico) que se inmiscuye con bastante naturalidad en nuestros pequeños y sonrojantes quehaceres cotidianos.
Parece que todo el mundo está de acuerdo en señalar que esta campaña empezó en el mismo momento en que concluyeron las últimas elecciones. Cuatro años, por tanto, de un intenso y, en ocasiones, barriobajero cruce de declaraciones, salpicadas de insultos, mentiras, acusaciones, ocurrencias y, en el mejor de los casos, algunas contrapropuestas. Es comprensible, pues, que la gente, a estas alturas, acuse cierto cansancio, además de irritabilidad, desconcierto, espasmos, eccemas y un sinfín de trastornos de la personalidad. Y es que nos es para menos. Porque ya intuimos que mañana mismo empieza la nueva y flamante campaña electoral 2012.
Para ponerse a salvo de los salivajos de la caravana política de estos meses, no es suficiente con desconectar el televisor y sustituir la dosis radiofónica por una antología de las mejores canciones de los Judas Priest. En realidad no basta con casi nada. En algún momento y en algún lugar, la campaña se cuela, germina, se extiende como el musgo y acabamos pegando tal resbalón que nos tiemblan las muelas del juicio. Con lo cual uno termina por pensar una cosa rocambolesca: que el refugio no es otra cosa que la propia búsqueda del refugio.
El epitafio
No sé si por aquello de la defensa numantina o porque la combinación de trenes no parecía del todo inhumana, pero lo cierto es que decidimos que nuestra búsqueda de refugio la centraríamos en Soria. Sí, ya lo sé. Antonio Machado, el olmo viejo, la pobre Leonor tuberculosa perdida, allí no hay nadie, qué vais a hacer allí, Londres es más ciudad, dónde va a parar, estáis locos, completamente locos y ya que vais, traed algún recuerdo.
Y en parte no les faltaba razón a quienes nos advertían. No tardamos en darnos cuenta de que no era exactamente una fortaleza inexpugnable. Zaplana daba un mitin esa noche, el aguerrido aventurero Marichalar tiene allí su lanzadera política por el UPyD y el alcalde de Soria compite con Antonio Machado en la cartelería que forra la ciudad: tantas proclamas como versos.
En nuestro desesperado intento por aislarnos de todo ese trajín político, decidimos visitar la tumba de Leonor y leer, a su vera, sin aspaviento alguno, un poema que evocara aquellos días machadianos de paseos plagados de esputos, problemas respiratorios y dolores articulares. Y allí, lo que tuvo que ocurrir, ocurrió. Una de las viajeras que integraban nuestra comitiva observó que, en una lápida próxima a la de Leonor, cubierta casi en su totalidad por un musgo de un verde más propio del plástico que de la vida, apenas se podía leer un epitafio estremecedor. Decía así: “¡Alfredo! ¡Hijo de mi alma!”. Quien yacía bajo aquella piedra, había nacido en Soria en el siglo XIX, y su muerte, a la vista de esas palabras, había provocado un dolor especialmente desgarrador y lo habían sabido transmitir con apenas cinco palabras.
Decidimos indagar en el resto de lápidas que perteneciesen a esos años, por aquello de descartar la posibilidad de que fuese un epitafio recurrente y manido, pero no encontramos nada que se le asemejara. Y eso que las frases hechas en esta materia se lo han ido comiendo casi todo. Las preguntas empezaron a surgir: ¿Quién era Alfredo? ¿De qué murió? ¿Por qué emanaba su tumba ese dolor extremo y no cierta paz y descanso como ocurría en el resto? ¿Dónde radicaba la efectividad de ese epitafio? ¿Esas palabras eran decisión de la familia o de quien las escribió sobre la piedra? Y si eran de la familia, ¿salieron de la madre o del padre?
Por muy difícil que resulte creerlo, encontramos respuesta a todas y cada una de estas preguntas. La búsqueda empecinada de ellas fue nuestro refugio contra la campaña electoral. Se trazó así una historia real en la que se entrecruzó nuestra visita a varios archivos, un encuentro con el escritor Javier Marías y las revelaciones que tuvimos entre los arcos de San Juan de Duero y la Ermita de San Saturio. Aquí la contaré.
Juan Manuel Gil